En el año 2002 se estrenó el electrizante thriller Última llamada, de Joel Schumacher, en el que un francotirador mantenía encerrado a Colin Farrell dentro de una cabina telefónica amenazándole con matarle a él y a sus seres queridos. Un sorprendente y poco valorado ejercicio de tensión a contrarreloj que dejaba sin aliento en sus 80 minutos de duración. A partir de entonces, a Última llamada le han ido saliendo sucedáneos más o menos decentes, como Cellular o, en otro ámbito diferente, Sin frenos, que han ido degenerando hasta acabar en algo como Grand Piano, del español Eugenio Mira, que parece una imitación descarada, aunque rebuscada, de la película de Schumacher, revestida de El fantasma de la ópera, o más bien, su versión más grotesca, la de El fantasma del Paraíso de Brian de Palma. Salvando todas las distancias.
La metáfora sobre la que se basa Grand Piano es igualmente aplicable a lo que es la película en sí: no importa si, en pleno concierto, un músico falla algunas notas; el público no lo nota. De igual manera, se podría imaginar que los responsables de la película han pensado que si ofrecían una embaucadora y engañosa reproducción de patrones ya muy fijados, los espectadores tampoco lo iban a notar. Pero prestemos atención al argumento: un joven pianista, felizmente casado con una actriz de éxito, tiene que superar un trauma que sufrió al no ser capaz de interpretar con éxito una obra supuestamente imposible de tocar cuando vuelve a ponerse delante de un piano tras cinco años en un concierto que ha organizado su mujer. En plena actuación, un hombre con un rifle telescópico le amenazará para que lleve a cabo la interpretación más perfecta de su vida, o si no, le matará a él y a todos sus seres queridos. Resulta familiar, ¿no?
Grand Piano es una película propia de “la escuela de Rodrigo Cortés”, cuya presencia ya es evidente desde los créditos, antes incluso de saber que el director es el productor de la misma. Pero, aunque la sombra de Cortés es alargada, la película está muy lejos del que sería su principal referente, Buried, ya que le falta algo que era esencial en aquella: provocar angustia, claustrofobia, dar la impresión de que el protagonista no tiene escapatoria. En Grand Piano la inseguridad nunca llega a hacerse palpable, y la amenaza es más bien irrisoria, ya que viene representada en la forma de un constante e innecesario duelo dialéctico entre el pianista y su “captor”, que no sólo es repetitivo y trillado, sino que la mayoría de la veces, enturbia e impide disfrutar en su plenitud la mayúscula banda sonora de Víctor Reyes, que merecería un protagonismo mayor aún del que tiene.
Los alardes de virtuosismo técnico de Eugenio Mira, que no se puede negar que los tiene (los planos secuencia, los abigarrados giros de cámara), resultan sin embargo forzados y parecen estar simplemente utilizados para enmascarar la muy probablemente premeditada artificialidad del guión de Damien Chazelle (co-autor de la inclasificablemente bochornosa El último exorcismo 2), que trae como consecuencia dos de los grandes lastres del film: el primero, su alarmante falta de tono (estamos ante un tenso thriller dramático, pero en el que de vez en cuando se introducen momentos de -supuestas- risas que quedan aislados del conjunto), y el segunda, la nula definición de los personajes, de los que nunca llegamos a saber realmente nada, a pesar de que Elijah Wood hace un auténtico esfuerzo para intentar sacar a flote el suyo, lo cual tiene ya mucho mérito. Mientras, John Cusack se pasea por el espectáculo aportando más voz que presencia a un villano con unas motivaciones muy pobres, y Kerry Bishé sale terriblemente mal parada, siendo responsable de ese final sonrojante con canción incluida que parece más un videoclip introducido con calzador que una continuación de la película. Pero la ristra de personajes secundarios grotescos no se queda atrás, sirviendo simplemente para que la trama consiga avanzar de alguna manera.
Lo que mejor encaja en toda la película es por tanto la creación sinfónica de Víctor Reyes, que se enfrenta a un reto fundamental, teniendo que componer temas supuestamente creados por un genio musical, y sale absolutamente airoso de la empresa, que llega a su cumbre con esa “Cinquette” magistral. Sin embargo, una gran banda sonora no puede rescatar una película que tiende a simplificarlo todo a través de trampas demasiado evidentes. No arriesga y no gana, y su disfraz de homenaje a los clásicos del género como el giallo resulta una tosca tapadera para ocultar su carencia de cualquier aspecto puramente original. Aquel que vea en Grand Piano a Hitchcock, es porque debe echar mucho de menos al maestro del suspense y desea encontrarle en cualquier producto menor que pretende (aunque no lo consiga) aspirar a algo más.