Reseña de Manuel Barrero Iglesias
Nos encontramos ante un género tradicionalmente despreciado por los analistas más sesudos. La comedia siempre ha tenido sus dificultades para ser tomada en serio, ¿pero qué ocurre cuando ésta se hiperboliza? Pues que (casi) todos la miran desde la condescendencia, o incluso el desprecio. Es cierto que buena parte de culpa de la mala fama de la parodia procede de un buen número de productos infames que se han realizado durante años. Pero, ¿qué género no se ha desvirtuado de forma grotesca por los dictados del mercado hollywoodiense? Piénsenlo detenidamente.
Que haya risas no significa que detrás no haya nada más. De hecho, podemos considerar a la parodia como el género metalingüístico por excelencia, un espacio en el que el cine se dedica a reflexionar sobre sí mismo. Desmontar tópicos gastados o burlarse de los mecanismos narrativos son sanos ejercicios que este subgénero puede hacer como ningún otro. Seth MacFarlane lo sabe, y juega hábilmente con las contradicciones temporales del lenguaje cinematográfico. Es muy común que los guiones del cine de época modernicen -en más o menos grado- a sus personajes, para así conectar mejor con el público actual.
De hecho, muchos autores utilizan el pasado para hablar del presente. Y el western es especialista en ello. El género americano por excelencia es el que elige MacFarlane para cuestionar los códigos que rigen el relato. Como ya hacía Robert Zemeckis en Regreso al futuro III (1990), el creador de Padre de familia confronta presente y pasado en su nueva película. Y lo hace de manera directa, ya que aunque Albert -el equivalente al mítico Marty McFly- sí ha nacido en el Far West, es un personaje de nuestra época. Su adaptación al entorno que le ha tocado vivir es nula, y la
MacFarlane ha creado un film para todos aquellos que prefieren el humor a la violencia como arma para combatir la miseria humana. Mil maneras de morder el polvo rescata el espíritu naif de cierto cine ochentero. Un inadaptado que debe enfrentarse, muy a su pesar, a matones de la peor calaña. Y, de paso, conquistar a una chica que parece inalcanzable. Podríamos hablar de un cuento de hadas para “chicos sensibles”, en el que ser un hombre bueno al final tiene su recompensa. Lo interesante es que en ningún momento está presente la fantasía del hombre que rescata a la dama desvalida. El director subvierte los roles, apostando por una relación en la que ella es la que tiene la fuerza. Una contundente forma de borrar los eternos estereotipos sobre lo que deben ser los comportamientos masculino y femenino.
Entonces, ¿cuál es el problema de Mil maneras de morder el polvo? Básicamente, los pedos. La cuota de chistes escatológicos es sobrepasada de manera indecente. Sabemos que es marca de la casa, pero esa excesiva vulgarización termina invadiendo hasta los espacios más inteligentes del film. Empeñada en ponerse el disfraz de parodia ordinaria, la película acaba escondiendo mucho de lo valioso que tiene detrás. Y lo que podría haber sido una brillante comedia, acaba siendo una obra que no desarrolla del todo su enorme potencial.