Aunque el comienzo de año tuvo como protagonista Siempre queda la noche, encargada de inaugurar el 65ª Berlinale, Isabel Coixet llevaba desde finales del 2014 mostrando en diversos festivales su trabajo inmediatamente anterior, Aprendiendo a conducir, entre otros en Málaga, donde participó fuera de competición. Con grandes nombres de reparto internacional en ambas películas, ésta última podía parecer una obra menor, en comparación con el drama de época protagonizado por Juliette Binoche. Sin embargo, mientras Siempre queda la noche resultó ser un producto insustancial y muy poco personal, Coixet se muestra muy competente en su giro hacia la feel-good movie. Al menos, mucho mejor de lo fue su inmersión en el thriller de terror con Mi otro yo (2013).
Nos encontramos ante el típico relato de dos personajes diferentes que deben relacionarse casi a la fuerza, tan del gusto de la directora. En este caso, Wendy, una crítica literaria a la que su marido abandona después de 21 años de matrimonio, decide empezar a dar clases de conducir para poder ir a cualquier lugar. Su profesor será Darwan, un hombre de origen indio (sij) que es algo brusco pero de muy buen corazón. Los enormes Ben Kingsley y Patricia Clarkson, que vuelven a trabajar con Coixet tras Elegy (2008), dan vida a estos personajes, consiguiendo una empatía instantánea hacia ellos, algo con lo que la película ya tiene mucho ganado. Los actores se adentran con gran naturalidad en esta imprevista amistad que acaba derivando hacia el romanticismo.
Sin embargo, la cuestión de la independencia acaba imponiéndose, porque lo que debe aprender Wendy, además de a conducir, no es a encontrar otro hombre, sino a vivir sola. De una manera que puede recordar a la de Mike Leigh en Happy. Un cuento sobre la felicidad (2008), Coixet utiliza el punto de partida de sacarse el carnet de conducir como mcguffin, excusa o incluso metáfora para apelar al disfrute y las cosas buenas de la vida. En la película, Wendy está sola y quiere a su marido; Darwan está casado y quiere estar solo, mientras desea platónicamente a esa mujer a la que acaba de conocer. La dificultad que implica ser feliz tanto con uno mismo como con otra persona muy poco tiene que ver con el acto puramente mecánico de manejar un coche, pero el instinto de superación personal sí que es aplicable a los dos ámbitos.
No todo es irreconocible con respecto al cine anterior de Coixet: aunque se aleja de la tragedia emocional, apreciamos algo de su poética visual, sobre todo en los recuerdos de Wendy y sus oníricos encuentros con los fantasmas del pasado. Tampoco abandona la directora su conciencia social, acercándose a los problemas raciales de los inmigrantes en Estados Unidos, pero de forma un poco conservadora y tópica (como la utilización de música étnica cada vez que la historia se centra en ellos). Si algo sorprende es la imagen que da de la ciudad de Nueva York, muy diferente a lo que creemos conocer, presentándola como un lugar cerrado en el que nadie ayuda a los demás.
Isabel Coixet continúa investigando nuevos caminos, y este es el primero de ellos en el que parece sentirse cómoda. A pesar de que no ofrezca nada ya visto muchas otras veces, Aprendiendo a conducir está hecha con gusto y para agradar, además de contar con unas excelentes interpretaciones. Por todo ello, su visionado, sin ser especialmente estimulante, resulta bastante satisfactorio.
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