El pasado mes de Febrero, Wim Wenders recibió el Oso de Oro de honor por toda su carrera en la Berlinale, donde presentó su último trabajo, Todo saldrá bien, que además supone su regreso a la ficción tras Palermo Shooting (2008), En los últimos tiempos, el realizador alemán ha ganado un renovado prestigio con sus documentales; tras llevar el 3D al límite de lo expresivo en Pina (2011, a la que seguiría uno de los grandes éxitos del año pasado, La sal de la tierra), ahora vuelve a hacer un uso de esta técnica en un género tan alejado de la acción, la ciencia ficción, o la fantasía, como es el del drama clásico. Wenders, al igual que Jean-Luc Godard y o su compatriota Werner Herzog, quiere llevar el 3D por un nuevo camino, y en su caso lo hace para destacar el sentido humanista de una película que pone los sentimientos de muchos personajes contra las cuerdas emocionales.
Aunque está ambientada en Canadá, Todo saldrá bien tiene ecos de un drama nórdico en torno a la culpa y el perdón, así como sobre el amor en sus distintas facetas; temas que no son fáciles de tocar sin caer en el tremendismo. Se podría trazar un interesante círculo desde uno de las primeras obras de Wenders, El miedo del portero al penalti (1972), y Todo saldrá bien. En la primera, se nos hablaba de un hombre que, tras un suceso traumatizante, decide alejarse de la gente y escapar de su vida. Esta vocación ermitaña también la tenía el protagonista de Nowhere Man (2008), con guion del noruego Bjorn Olaf Johannessen, autor de Todo saldrá bien. En ésta, director y escritor dan la vuelta a aquellos conceptos, dejando que un acontecimiento trágico lleve a un hombre a esforzarse por integrarse en una sociedad que no entendía ni le interesaba.
Tomas, el protagonista del filme, va pasando por distintas etapas, con diferentes relaciones, sin demasiado éxito (de una forma que recuerda al Terrence Malick de To the wonder -2012- y Knight of cups -2015-), mientras se repite a sí mismo y a los demás que “todo va a salir bien”, como un mantra del que necesita auto convencerse. Sin embargo, este pensamiento será lo que le haga salir adelante. Frente a estos conflictos internos, muy potentes, la película tiende a la frialdad, incluso a la superficialidad, principalmente porque la narración está condicionada a su estructura visual. Acompañado por la dulcificada fotografía de Benoît Debie, y la banda sonora de un desubicado Alexandre Desplat (cuyos temas no se corresponden con ninguno de los sentimientos a los que acompañan), Wenders dilata las escenas de forma exasperante; y da la impresión de que esos momentos de transición, como un árbol agitándose al viento, la nieve cayendo sobre la luna de un coche, o Tomas mirando las motas de polvo en una ventana, así como los juegos de espejos y reflejos, corresponden a una decisión puramente estética para que se luzca el 3D.
El estudio de la psicología humana de Todo saldrá bien se queda así en un experimento para desarrollar las posibilidades de un recurso cinematográfico; no estamos por tanto ante una película tan conservadora o desfasada como descompensada, hasta casi llegar al límite de lo grotesco. El conjunto se resiente porque elementos que podrían funcionar por separado, combinados no concuerdan: ni el tono con la forma, ni los diálogos con los personajes, ni éstos con unos actores que, con James Franco a la cabeza, parecen estar solo dentro de la historia a ratos. El resultado es una fábula poética que avanza con una languidez que imposibilita cualquier tipo de empatía o conexión con ella.
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