Reseña de Luis Suñer
En contadas ocasiones existen genios que siguen innovando y manteniéndose a la ola de la vanguardia hasta el último de sus días. Parece increíble que pasados los ochenta años Jean-Luc Godard nos ofreciera una obra tan rupturista como lo es Adiós al lenguaje (2014). Su colega de la Nouvelle Vague Alain Resnais, sin ir tan lejos, no se queda atrás en este aspecto. Así lo evidencia el hecho que a sus 91 años, presentara su última película a la 64ª Berlinale, y fuera reconocido con el Premio Alfred Bauer a la innovación cinematográfica. Lamentablemente, el director, guionista y montador galo nos dejó tan solo unos días después de recibir el premio.
Siguiendo la estela de su penúltima obra (Vous n’avez encore rien vu -2012), el teatro juega un papel esencial en el desarrollo del filme. Y es que el largometraje que nos atañe es sumamente escénico, de hecho, se podría decir que es una adaptación totalmente pura del teatro al medio cinematográfico sin perderse en la inútil búsqueda de esconder sus propias raíces. Los decorados son puro atrezzo material y los planos se alargan mientras que la cámara tan solo se mueve para reenfocar a sus personajes en el momento en el que llevan a cabo algún movimiento muy marcado. ¿Y lo más curioso de todo esto? Pues, a parte de situarse en un pueblo inglés en el que sus personajes hablan en francés, somos conscientes de la preparación de una obra cuyos ensayos, de los que siempre hablan, nunca aparecen en pantalla.
La teatralidad se hace evidente en las secuencias que aparentarían una acción real mientras que el metalenguaje (es decir, los ensayos y la obra que preparan sus protagonistas) es desarrollada mediante elipsis en las que sabemos cómo avanza por boca de sus protagonistas. La puesta en escena es pues poderosa, recordando en algunos aspectos, aunque con una gama cromática más viva, la de Shirley: Visiones de una realidad (Gustav Deutsch, 2013), otorgando incluso en ocasiones especiales un énfasis diferenciado a cada uno de sus personajes, ofreciendo primeros planos sobre un fondo irreal e ilusorio, rompiendo el racord de manera intencionada como llevaba haciendo más de cincuenta años el director de la siempre rompedora El año pasado en Marienbad (1961).
Todo este envoltorio, lo peculiar de su elegante forma, casa a la perfección con su contenido. En un pequeño pueblo de Inglaterra al cual nos dirigimos en coche y solo vislumbramos a través de unas cuantas ilustraciones, se nos inmiscuye en la vida de tres parejas maduras en un periodo de ciertas dudas acerca del rumbo de sus matrimonios. Con unas elipsis de meses de duración, los distintos personajes mediante diálogos de dos, tres, o cuatro personas, nos revelan un sinfín de preocupaciones sobre la vida, el amor, la muerte o la desconfianza. Como si Resnais fuera consciente de la alargada sombra de su pronta y futura muerte, nos regala un relato sobre la aceptación de ésta, pero visto desde los ojos de sus allegados, como si fuese una visión liviana y divertida de un drama mortuorio de la cineasta japonesa Naomi Kawase.
La certera y temprana muerte de Georges, quien, como la obra de teatro, en ningún momento aparece en pantalla, actúa como una bomba de relojería que remueve el pasado para destapar las problemáticas del presente, como si de manera voluntaria tratara de dar un vuelco a la vida de sus amigos, haciéndoles recordar por qué mienten o hacen daño a sus parejas y cuales eran sus sueños de juventud y cuales sus realidades al llegar a una edad madura.