Haciendo un repaso de muchas de las películas de producción alemana de los últimos años, especialmente las que han participado en la Berlinale, se observa una tendencia a la inmediatez. No solo por ambientarse en un marco plenamente actual, sino también en su misma forma, que suele presentarse cercana, naturalista, dando una apariencia espontánea. Si en 2015, la gran sorpresa en este sentido ha sido Victoria de Sebastian Schipper, que consiste en un plano secuencia de 140 minutos (un experimento, por otro lado, fallido), el año pasado, aunque de manera menos llamativa, una de las mejores representantes sería Jack, de Edward Berger. El filme cuenta casi a tiempo real la odisea de dos hermanos perdidos en la inmensidad de la ciudad de Berlín, localización por excelencia de este cine joven, mostrando la cara más deshumanizada de la capital. Casualmente (¿o no tanto?), ambos trabajos
fueron ganadores en los últimos Premios Lola del cine alemán, obteniendo el primer y el segundo premio a la mejor película respectivamente.
Jack, el mayor de los dos niños de los que hablábamos, debe madurar más rápido de lo normal para compensar las carencias de su inmadura madre, una eterna adolescente que no sabe asumir las responsabilidades que acarrea su condición. Berger, que desde principios de siglo había trabajado fundamentalmente en la televisión, se decanta por el realismo dardenniano para acercarse a una realidad tan frágil como la situación del niño, que amenaza con desmoronarse en cualquier momento, y de hecho lo hace. Con cámara en mano y pocos cortes de montaje, el director critica la despreocupación general que existe hacia estas familias desestructuradas, como se ve en el personaje de la trabajadora social del centro al que va Jack (interpretada por la co-guionista del filme, Nelle Mueller-Stöfen), que se implica con él, pero siempre manteniendo una distancia indolente.
Sin querer ahondar en el desarrollo del relato más de lo necesario, podemos decir que la película deriva en una angustiosa búsqueda, pero que acaba resultando repetitiva. Hablábamos antes de Victoria, cuyo principal defecto era que, precisamente por su propia estructura, no dejaba respirar a la historia que cuenta. Jack no llega a límites tan extremos como los de la cinta de Schipper, pero sí que agota igualmente, y no en un buen sentido, por la cantidad de situaciones que tienen lugar. Parece como si el director se obligara a llenar los 100 minutos de duración de momentos relevantes, en lugar de recrearse en las transiciones y el lirismo que se genera de las mismas (viene a la cabeza, sin irnos a Alemania, otra película sobre niños que deben sobrevivir solos, la excepcional Wolfskinder de Rick Ostermann -2013-). De hecho, Berger necesita reforzar la sensibilidad con la inclusión aislada (y se podría decir que innecesaria) de pasajes musicales extradiegéticos.
Sin embargo, Jack se sostiene de forma impresionante por el joven Ivo Pietzcker (y en menor medida por Georg Arms y la estupenda Luise Heyer), que aguanta el peso de la tragedia y la emoción con la experiencia de un adulto profesional. Su interpretación, que le augura un gran futuro, eleva el nivel de este drama social que podría tacharse fácilmente de convencional y falto de personalidad. Y es cierto que se echa en falta algo de poética visual y de riesgo, pero Berger consigue momentos de gran sinceridad, de cine auténtico, y solo por ello estamos ante un trabajo
al que, intentando evitar los prejuicios, merece la pena acercarse.