En la escena clave de la estrenada hace unos meses en nuestro país El padre, de Fatih Akin, el protagonista, Nazaret, un superviviente del genocidio armenio de principios del siglo XX, ve por primera vez una película: El chico de Charles Chaplin. En el sorprendido y emocionado rostro de Nazaret se nos presenta una de las cualidades inherentes del cine: su condición de instrumento de entretenimiento y evasión. Sin embargo, en el momento en que Chaplin y Jackie Coogan deben separarse, Nazaret recuerda su propia situación, apartado él también de su familia, de la que no sabe nada, y entonces la abstracción da paso a la identificación. Es ahí donde reside la otra clave del cine, en no ser siempre una experiencia cómoda y afable, sino también empática con respecto a situaciones complejas. A esta dualidad trata de dar solución el destacado crítico e historiador de cine británico David Thomson en Instrucciones para ver una película.
No hay que dejar que el importante nombre de Thomson (crítico en, entre otros, The New York Times y Film Comment), eclipse el contenido de su último libro, que quiere dar algunas directrices de cómo acercarse a los trabajos cinematográficos menos accesibles, aquellos que suscitan más dudas que respuestas, y plantean cuestiones filosóficas y morales, descubriendo cómo pueden estimular mucho más al espectador. No es de extrañar que casi todos los capítulos empiecen con una pregunta. El prototipo de este tipo de cine para él sería Persona, de Ingmar Bergman, afirmando además que “en 1966 [año de producción de Persona] la posibilidad de verse ante dificultades no convertía a los espectadores en estatuas de piedra”. Con la intención de contextualizar las películas, Thomson hace un repaso a la historia, no tanto del cine, como de la actividad de verlo, desde su origen fundamentalmente colectivo, hasta el progresivo individualismo que tiene su mayor exponente en el momento actual. Para ello, se vale de innumerables ejemplos que van desde M, el vampiro de Düsseldorf hasta vídeos de Youtube, pasando por sus fetiches Hitchcock, Welles o Antonioni, y por filmes actuales como Locke, Cuando todo está perdido o The equalizer, dando lugar este último a una de las reflexiones más lúcidas del conjunto.
Thomson emplea también ejemplos cercanos como series televisivas (Breaking Bad, Homeland…) o de otras artes, como la pintura, la literatura o la música, con un lenguaje coloquial (que no vulgar) para poder conectar tanto con el lector iniciado como con el más versado en el tema. El autor compara constantemente la experiencia de la cinefilia clásica con una relación amorosa que ha ido perdiendo el encanto inicial con el paso del tiempo y que en una época tan falta de inocencia como la nuestra, ha acabado decepcionando. Lo que antes era el objeto del deseo se vuelve una práctica de lo más común. Algo así podríamos ver en Anomalisa, de Charlie Kaufman y Duke Johnson, que aplican esta teoría tanto argumentalmente a su desilusionado protagonista, como al propio género romántico, el cual parece haber llegado a un límite que Kaufman y Johnson superan a través de la animación.
No por casualidad nombramos Anomalisa, un filme en el que el sonido juega un papel de importancia capital en la configuración de la historia (para el protagonista todas las voces suenan igual, así como para el espectador desencantado todas la películas son la misma). El sonido es solo uno de los muchos aspectos técnicos de los que advierte Thomson que hay que tener en cuenta mientras se observa una película, junto al formato, los cortes, los planos y los encuadres, y las sensaciones que transmiten al espectador. Todo ello tiene también que ver con el montaje, uno de los elementos más esencialmente cinematográficos. Como dice el autor, “El montaje sirve para crear significados, no para omitirlos”. De este modo, las películas pueden generar sentimientos y ser bellas más allá de su género o de la trama perturbadora o siniestra que tengan.
Finalmente, lo que quiere Thomson es evidenciar el cine como gran expositor del paso del tiempo, algo que llevó a todo tipo de análisis el año pasado con la aparición de Boyhood, de Richard Linklater. “Los tiempos cambian más de lo que a los críticos les gusta admitir”, afirma, al mismo tiempo que pone de manifiesto la relatividad del pasado (las imágenes pueden traerlo de vuelta constantemente), y también de la línea siempre ambigua que divide la realidad de la fantasía, en un medio que básicamente está construido a través de la ficción. El punto de vista de Thomson en, desde luego, parcial, y sus modelos son fundamentalmente anglosajones, con determinadas referencias europeas (con un interés especial por lo italiano y los francés, pasando en éste último de la Nouvelle Vague a La vida de Adèle sin transición), y aún menos asiáticas. Y al igual que las películas de las que habla, no llega a ninguna conclusión concreta; pero todo ello, lejos de frustrar al lector, debería darle más ganas de devorar obras audiovisuales y aplicar lo que, consciente o inconscientemente, ha aprendido con esta lectura.