Al margen de la Competición Oficial, participaron en secciones paralelas del 63 Festival de San Sebastián dos óperas primas vascas que trataban uno de los temas por excelencia del cine español actual: el de los jóvenes en la frontera de la treintena atados a unos sentimientos pasados y a una presente situación social que les impide evolucionar. Estas fueron Pikadero, de Ben Sharrock, en Nuevos Directores, y Un otoño sin Berlín, de Lara Izagirre, en Zinemira. La primera habla de una partida indefinida, la segunda, de un regreso, pero temporal. Una lo aborda en clave de comedia, la otra de drama. Pero por caminos diferentes, las dos llegan al mismo cuestionamiento sobre las (im)posibilidades de futuro a largo plazo para las parejas en la actualidad.
En Un otoño sin Berlín, June vuelve a España después de vivir unos años en el extranjero, y haber establecido silencio con todo lo relacionado con su vida anterior. Pero aunque su espíritu ya no pertenece a su lugar de origen, su corazón sigue allí; por lo que intenta convencer a su amor de juventud, Diego (agorafóbico cuyo trastorno parece haberse agravado tras la partida de June) de marcharse juntos a la capital alemana, un paraíso soñado en el que estarán “mejor que en los cuentos”. La directora Lara Izaguirre insufla a esta fábula melancólica de un espíritu hopperiano, el cual que se apreciaba en el aspecto formal de Pikadero, más artificial visualmente, pero que en Un otoño sin Berlín es más evidente en su tono: caracteres a los que la falta de comunicación les ha hecho encerrarse en el espacio más recóndito y dañino, el interior de uno mismo.
La protagonista pone kilómetros entre ella y su dolor, pero al volver, esa separación parece seguir, a base de disimular que nada ha ocurrido. Toda la película está dominada por la falta de pasión, una contención propia de unos personajes asépticos, que solo pueden abrirse hasta cierto punto, y que no le dan toda la información al espectador, el cual debe intuir, imaginar y reconstruir. Algunos de ellos, precisamente por este alejamiento, pueden acabar resultando excéntricos, especialmente el de Diego (Tamar Novas), o accesorios, como el del niño al que da clase June, o el de Ramón Barea, cuya presencia parece estar incluida únicamente para aliviar la tensión con algún gesto cómico. Se impone ante todo la naturalidad y el encanto de Irene Escolar, cuya interpretación recibió una mención especial en el Premio Irizar del cine vasco en el festival. Escolar hace suya a June, despertando empatía precisamente por sus contradicciones, y evolucionando hasta concluir en un último plano desgarrador.
Un otoño sin Berlín se descubre como una historia de amor en la que, al final, las circunstancias del país o la distancia no son los principales obstáculos, sino engañarnos con las mentiras de lo que queremos creer y lo que creemos que el otro quiere oír. Tanto June como Diego saben desde el principio cómo va a terminar el filme. Y el espectador también. Pero nadie lo dice en voz alta. ¿Quién quiere admitir el fracaso y la cobardía, por muy evidentes que sean? Mejor esconderlos tras barreras y puertas atrancadas, que al final se hacen tan fuertes que no pueden abrirse. “The rest is silence”, que diría Shakespeare.
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