En contraste con todo el cine de Naomi Kawase, profundamente biográfico, basado en su historia y sus vivencias, y tras su anterior Aguas tranquilas (2014, también estrenada este año en nuestro país), aclamada como su obra más madura, Una pastelería en Tokio, entrañable adaptación de la novela de Durian Sukegawa por la que la directora ha sido premiada recientemente en el Festival de Valladolid, puede parecer un desvío dentro de una carrera homogénea. Sin embargo, vamos a encontrar en ella muchas de las constantes que ha introducido a lo largo de su filmografía, como son la familia, la vejez, el paso del tiempo o el enfrentamiento permanente entre tradición y modernidad.
Pero vayamos paso por paso. Supuestamente, según el aleatorio título que se le ha dado en español, nos situamos en Tokio, aunque nada nos indica el frenetismo de una gran capital, sino que podría tratarse de cualquier ambientación rural típica de Kawase. Allí, un hombre osco regenta un pequeño puesto de dorayakis, unos pasteles rellenos de anko (pasta dulce de judías). Su pasado de verá enfrentado al de una encantadora anciana que le pide la oportunidad de trabajar allí, un sueño que nunca ha podido realizar. Kawase ya no observa tanto desde un punto de vista documental y espontáneo, sino que se posiciona más claramente del lado de la ficción, de una forma distanciada y con una cámara más estable. Sin embargo, la directora sigue expresándose a través de de los tiempos lentos, los silencios, y la dilatación de las escenas; un claro ejemplo es aquella en la que se muestra el mimo con el que preparan el anko, que además se podría enlazar con el gusto del cine japonés de exhibir su gastronomía, muchas veces relacionada con momentos de unión y reconciliación entre los personajes.
De esta forma, surge un inevitable vínculo entre esa mujer a la que no se le permitió tener hijos, y un hombre que no pudo despedirse de su madre. Kawase introduce además una tercera variable en la ecuación, la de una solitaria adolescente, esa etapa de transformación que siempre le interesa. Aparece en escena “uno de los grandes temas que recorren la filmografía de la cineasta nipona: la necesidad y el deseo de filiación”[1], influido por el abandono que ella misma sufrió en su infancia por parte de sus padres. La ausencia se relaciona con en el entorno, y este caso, cobrarán especial protagonismo los cerezos, como representación de la fugacidad de nuestra existencia y apología al aprovechamiento y el disfrute de la misma mientras se pueda, “ligada al poder incognoscible de la naturaleza y a la creencia de que no hay vida sin muerte y viceversa”[2].
Una pastelería en Tokio parece una fábula bienintencionada y con toques cómicos, pero finalmente se manifiesta como una tristísima exposición de la situación poco conocida de una parte muy concreta de la sociedad japonesa: aquellos enfermos que sufrieron la lepra, y que incluso con su cura y erradicación prácticamente total en la actualidad, siguen siendo víctimas de discriminación y reclusión. De esta forma, el nuevo trayecto vital y sensorial de Kawase es más convencional y quizás internacionalizado, pero no deja de lado una honestidad emotiva y necesaria.
[1] PETRUS, Anna “Naomi Kawase. La fuerza de la fragilidad”, Dirigido por… Nº 454, Abril 2015
[2] Ibíd.
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