En sus últimos trabajos, empezando por Frances Ha (2012) y siguiendo con Mientras seamos jóvenes (2014), el director Noah Baumbach ha examinado la inmadurez patológica como vía de escape de una sociedad alienada, desde distintos puntos de vista. En la primera, se trataba de una veinteañera a punto de cambiar de década que siente la presión de asentarse y establecerse, mientras que en la segunda, el acercamiento era a un matrimonio de mediana edad que no compartía las costumbres que se engloban dentro de aquello llamado “normalidad”, especialmente tener hijos. Estudios en torno a la falta de estabilidad (fundamentalmente sentimental) que, sin embargo, quizás decepcionaban con conclusiones algo conservadoras. Pero con Mistress America, su obra más reciente, Baumbach se decanta por una sátira tan cómica como aguda y mordaz.
Mistress America podría funcionar como secuela de Frances Ha, en la que volvemos a las aventuras de su encantadora protagonista 3 años después, tiempo en el que ha crecido y se ha vuelto más refinada. Pero para los muchos que nos preguntábamos que sería de su vida tras haber puesto su nombre en el buzón del que parecía un hogar por fin a largo plazo, la respuesta es la que más sentido tiene: Frances (aquí llamada Brooke) no ha madurado, no se ha centrado y sigue tan perdida como antes, entregándose a esa deliciosa locura de no saber dónde estará mañana. Pero al menos ahora tiene a alguien igual de desorientado ante la que puede fingir e inventarse una existencia tan apasionante como irreal: su futura hermanastra, Tracy, una recién estrenada universitaria que aspira a ser escritora y no encaja en la Gran Manzana.
Una vez más Nueva York es el espacio en el que transitan dos almas solitarias condenadas a encontrarse, con un Baumbach más woodyalleniano que nunca en su elegante puesta en escena y una verborrea incesante. En algún momento puede saturar, pero cada diálogo está afiladamente estudiado, y llegan a su cumbre en la larga secuencia de la visita a casa del matrimonio formado por el exnovio y la archienemiga de Brooke. El filme se transforma entonces en una suerte de vodevil francés, lleno de excéntricos caracteres, que juega con los límites del absurdo.
La reina de la función es una vez más Greta Gerwig, que vuelve a ser coguionista tras Frances Ha, aunque esta vez comparte protagonismo con la joven y carismática Lola Kirke. Entre ambas se establece una unión que va más allá de los lazos de sangre, y que abarca dos temas fundamentales del director: la amistad y la confraternidad. El mayor problema al que puede enfrentarse Mistress America es la falta de empatía y de conexión con sus personajes, que dejan de nuevo de resultar entrañables para acercarse al cinismo y la amargura de los de Margot y la boda (2007) o Greenberg (2010).
Baumbach da voz tanto a los treintañeros como a los recién salidos de la adolescencia que tienen prisa por crecer, sin darse cuenta de que, cuando menos se lo esperen, acabarán convertidos en esos “adultos” estancados. Al mismo tiempo, retrata una juventud anacrónica: como veíamos en Mientras seamos jóvenes, eran los más mayores y los más pequeños los que manejaban las nuevas tecnologías, mientras que los jóvenes viven en un limbo de esnobismo atemporal en el que escuchan vinilos o escriben en papel cebolla. Este espíritu abarca toda Mistress America; así, los paseos de las protagonistas al ritmo de sintetizadores nos trasladan a una época indefinida que podría estar vagamente emparentada con los años 80.
Adam Driver y Amanta Seyfried en «Mientras seamos jóvenes» (2014) / Matthew Shear y Lola Kirke en «Mistress America» (2015)
Baumbach sigue buscando hacer un cine generacional, pero el cambio constante del foco de su mirada hace que ésta sea a ratos muy lúcida, y a otros irregular. Con la partida de Brooke a Los Ángeles al final de la película, Mistress America podría ser un punto y aparte y la resolución definitiva de la búsqueda de un sentimiento de (pos)modernidad, que quizás no existe más que en la cabeza nostálgica de Gerwig y del propio director.