La ópera prima del cortometrajista, montador y realizador de videoclips Juan Miguel del Castillo, nos lleva a un pasado más que cercano (2012) y aún no superado, personificando en Rocío, una joven madre sin familia ni trabajo, a toda esa gente en nuestro país que vive al borde de la indigencia y la exclusión social. Techo y comida funciona como documento y radiografía no solo de una situación general, sino de un lugar muy concreto: la acción transcurre en Jerez de la Frontera, localidad en la que Del Castillo lleva a cabo una recreación de la vida en provincias, y la falta de privacidad en las mismas. Esto genera un silencio que aprisiona a sus habitantes, avergonzados de que cualquiera que les conozca pueda verles en una situación límite, algo que el director ya exponía en su premiado trabajo Rosario (2005).
Rocío tiene que luchar por mantener a su hijo y su casa mientras las circunstancias se ponen cada vez más en contra, lo cual transmite una angustia real que recuerda a la de Dos días, una noche (2014), película de los hermanos Dardenne con la que Techo y comida tiene no pocas similitudes. Entre ellas, nos encontramos con dos trabajos desprovistos de artificios en los sus protagonistas llevan a cabo una carrera a contrarreloj por conseguir una estabilidad que nunca llega; odiseas cotidianas que se antojan inútiles, y en las que resulta imposible mantener la dignidad a ojos de los demás. En este sentido, la narración de Techo y comida es también consecuentemente repetitiva: vemos con desesperación el día a día de Rocío y su hijo, en un estado que no avanza y en el que todo lo que hace no sirve para nada.
La cuestión de que la protagonista sea una veinteañera también sirve para dejar en evidencia la falta de oportunidades y de aspiraciones de los jóvenes hoy en día, uno de los temas más tratados en el cine español actual, y que tenía otro de sus ejemplos más crudos en Hermosa juventud (2014) de Jaime Rosales; pero mientras que aquella hacía un alarde del naturalismo más directo, Techo y comida, aun impulsada por ese realismo dardenniano que comentábamos, potenciado además por la adecuada falta de música (algo que también se agradecía en la triunfadora en el Festival de Málaga A cambio de nada, de Daniel Guzmán), en ocasiones resulta algo forzada para fomentar y remarcar la denuncia social.
De hecho, del Castillo deja poco espacio a la ambigüedad moral con unos secundarios que no son personajes definidos, sino meros estereotipos que le sirven para representar los conceptos que le interesan: la mujer que habla de lo mal que está el país, la vecina que ayuda, el casero déspota, la madre del colegio entrometida… En este sentido, quizás hubiese sido mejor que todos los momentos en los que no aparecen en solitario una entregada Natalia de Molina y el niño Jaime López (que son, sin duda, los que mejor funcionan en la película) fueran como los de la visita al abogado, al que solo oímos, y nunca llegamos a ver ante la cámara; una sombra más que rodea a Rocío, la cual nos implora en un primer plano desgarrador.
En cualquier caso, Techo y comida toca las fibras necesarias para implicar en aquello que cuenta. Y aunque impone su postura con cierto dogmatismo, consigue que el espectador reflexione sobre el progresivo hundimiento de un país en el que la (supuesta) unidad, manifestada, por otra parte, solo en momentos puntuales (como un partido de fútbol), queda rota por el egoísmo, la ceguera y la indiferencia hacia los problemas de los demás.
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