El género de espionaje, especialmente de corte británico, ha sufrido una progresiva transformación hacia productos más de entretenimiento que de intriga, en los que lo tradicional se enfrenta lo moderno; algo que ha quedado del todo patente en este 2015 con trabajos que van desde Kingsman hasta Spectre, última entrega de la saga de James Bond. Steven Spielberg pone el punto y final del año a esta dinámica con el estreno de El puente de los espías, ambientada en plena Guerra Fría. Spielberg, por supuesto, se decanta por el clasicismo, pero al mismo tiempo se aleja de de la sobriedad, así como de la profundidad y reflexión, de Lincoln (2012, por poner el ejemplo más cercano), con un manejo de la cámara nervioso y agitado.
Dividida en dos partes bien diferenciadas, El puente de los espías, comienza como un apasionante y directo thriller policial, al que da paso una deslumbrante secuencia inicial que despliega toda la maestría técnica de la película, potenciada por la grisácea fotografía de Janusz Kaminski. Se trata de la historia real de James B. Donovan, un abogado neoyorquino que se ve obligado a ofrecer una defensa a un hombre ruso, Rudolf Abel, acusado de espionaje, en un juicio supuestamente democrático; pero éste resulta ser solo que una fachada, un teatro a través del cual Donovan se verá involuntariamente implicado con la CIA en una misión en Berlín.
Los hermanos Coen matizan, a través de toques cómicos casi siempre a cargo de un Donovan que nos trae de vuelta al mejor Tom Hanks (¿alguna vez se había ido?), el guion del dramaturgo británico Matt Charman. Y lo hacen de una manera muy diferente a su trabajo en la trasnochada Invencible (2014), de Angelina Jolie: en lugar de ensalzar unos valores nacionales ya perdidos, repasan la época en la que empezaron a desaparecer los mismos, lo cual conduce a una inevitable desmitificación de los héroes, como ya lo exponía a principios de año Bennett Miller en la lúcida Foxcatcher (2014). No nos encontramos ante una película que se posicione a favor de Estados Unidos por encima de la Unión Soviética, sino de un hombre concreto que resulta ser estadounidense, pero que se ve envuelto en las trampas y las estratagemas de ambos sistemas por igual.
Sin embargo, cuando la acción se traslada a la capital alemana, el tono del filme se hace más indefinido, y las bromas se reiteran, aunque no podemos negar que Spielberg toma decisiones de lo más acertadas, como la de no subtitular el alemán o el ruso, para transmitir la misma sensación de pérdida que tiene el protagonista. No llega a la manifestación extrema del absurdo de la guerra como en ¿Teléfono rojo? Volamos hacia Moscú (1964, aunque hay momentos, como la conversación con el personaje de Burghart Klaussner, ciertamente kubrickianos), sino que es más cercana al humor puro, que no menos satírico, de Billy Wilder en la magistral Uno, dos, tres (1961, a la que se hace una metareferencia). La cinta de Spielberg, sin embargo, no llega al nivel de aquellas por sus intenciones más benevolentes, que acaban traduciéndose en una alargada conclusión hasta convertirse en una mofa de sí misma.
Al final, El puente de los espías no se diferencia tanto de otras películas como, por ejemplo, Operación UNCLE, de Guy Ritchie (que se ambienta en la misma época); pero en lugar de dar prioridad a la acción y la estética, se centra en el humanismo (tan propio del director), aunque sea precisamente en este aspecto en el que falle. La relación entre Donovan y Abel es demasiado elíptica como para transmitir la empatía que pretende, lo que conduce a la indiferencia del espectador. Como si fuese consciente de ello, la música de un desubicado Thomas Newman (emulando a la peor versión de John Williams) remarca los sentimientos de manera anticlimática. Estamos por tanto ante una obra disfrutable a muchos niveles, pero que observada en conjunto general, resulta un tanto decepcionante.
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