Se ha calificado en numerosas ocasiones a Hong Sang-soo como el “Woody Allen” coreano, por la manera naturalista que tienen ambos realizadores de verbalizar la esencia tragicómica de la vida. En 2004, Allen analizaba esta cuestión de forma explícita en Melinda y Melinda, en la que un relato, partiendo de la misma base, se desarrollaba hacia el divertimento o hacia el drama según las circunstancias. Como queriendo hacer honor a esta comparación con el neoyorkino, Hong Sang-soo, igual de prolífico, muestra desde dos puntos de vista los (des)encuentros entre un director de cine y una pintora en Ahora sí, antes no, su alabado último trabajo, que se alzó vencedor en los festivales de Locarno y Gijón.
No es la primera vez que Hong Sang-soo experimenta con la fragmentación en sus filmes para abarcar las distintas caras de aquello que nos cuenta. Ya en Oki’s Movie (2010) se centraba en un triángulo amoroso a través de cuatro segmentos y de paradojas temporales, mientras que la personalidad de la protagonista de En otro país (2012) se manifestaba en tres historias diferentes. En esta ocasión, divide la cinta en dos mitades, y en lugar de alternarlas como hacía Allen, las dispone una detrás de otra, funcionando a la manera de un espejo. De esta forma, vamos a ver dos veces las mismas situaciones, pero desde distintos planos, alteraciones en las actitudes de los personajes, e incluso con algún cambio climático (a pesar de que, como es habitual la obra del director, el tiempo siempre se presenta desapacible).
Las películas de Hong Sangsoo cada vez se parecen más a reuniones de amigos que pasan por distintas crisis existenciales y creativas, y se juntan para comer, beber y reflexionar sobre temas como el amor. Estos encuentros dan lugar a triángulos románticos, infidelidades y declaraciones exacerbadas de sentimientos. La primera parte de Ahora sí, antes no se corresponde con esta bohemia que según avanza tiende al patetismo. El protagonista, de nuevo, se dedica al cine (otro elemento en común con Allen, aunque en el caso del coreano es una constante), y a pesar de gozar de relativo éxito, está perdido. Solo encuentra en una artista solitaria, con la que comparte la misma tristeza y contradicciones, el lugar que parece corresponderle. La segunda parte, sin perder algo de esta comicidad, es más seria y profundiza en estas sensaciones, aunque, curiosamente, su resolución acaba siendo más positiva, pero alejada de lo convencional.
Por tanto, el director vuelve a desplegar un habitual cariño por sus simples e ingenuos personajes, cuyos estados de ánimos quedan reflejados a la perfección por los intérpretes, Jeong Jae-yeong, que ha recibido numerosos reconocimientos, pero sobre todo, por Kim Min-hee, dando un potente cambio de registro en cada una de las partes que componen el conjunto. A esto se añade una depuración cada vez más radical de su estilo visual, con unos larguísimos planos en los que ya apenas hay cortes de montaje. Es como si en cada nuevo trabajo, Hong Sang-soo se planteara el concepto del cine acercándolo cada vez a sus formas más puras.
Visionar Ahora sí, antes no resulta un ejercicio fascinante, como participar en el juego de las siete diferencias aplicado a la vida real, que con una modificación mínima de ciertos elementos puede llevarnos a conclusiones muy diferentes. ¿Estamos ante una fusión del pasado y el presente, o se trata de dos realidades alternativas? Podría ser el destino el que crea las confusiones y los desencuentros, o incluso formar parte de las fantasías oníricas generadas por el sueño constante que aqueja a muchos de los personajes del director. Cuestiones abiertas en las que una sola cosa queda clara: Hong Sang-soo, alejado de cualquier afectación o prepotencia (aunque sin dejar de criticar esas mismas características presentes en el panorama cinematográfico), ha alcanzado una cima en su tratamiento y universalización de las relaciones humanas.
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