Se dice que si uno tiene un buen personaje para un documental, ya ha ganado gran parte del terreno. Y no deja de ser verdad, pero el director debe tener cuidado de no acomodarse al carisma del protagonista dejándose llevar por los tópicos del género o realizando una obra formalmente insípida; es necesario también aportar una mirada propia. En este sentido, en Oleg y las raras artes, el artista experimental Andrés Duque nos ofrece algo más parecido a un video-ensayo dedicado al pianista Oleg Karavaichuk, compositor de numerosas bandas sonoras, en el ocaso de su vida (murió en Junio de este mismo 2016). Una visión parcial del músico, pero lo suficientemente elocuente como para evidenciar su excéntrica y, para gran parte del público, desconocida personalidad. Nos encontramos ante una de las revelaciones del año, que ha obtenido premios en los festivales de Punto de Vista, en Cinéma du Réel, en el D’Autor de Barcelona y en el DokuFest de Kosovo.
Duque vuelve a los orígenes de su cine con su primer y prestigioso trabajo cinematográfico, el mediometraje Iván Z (2005), un retrato del director Iván Zulueta, centrándose de nuevo en una representativa figura individual y en el proceso creativo que le ha llevado al estatus, más o menos polémico, del que goza. Desde los primeros minutos, en los que encontramos a Oleg paseando por los pasillo del Hermitage (que considera su hogar) quedarán señaladas las dos líneas de narración (si es que se puede decir que ésta existe) del filme: por un lado, sus disertaciones deslavazadas (propias de una persona de edad avanzada) sobre el arte, la música, el amor, la naturaleza o la Historia de su país, llegando a conclusiones insospechadamente lúcidas y filosóficas. Y por otro, las exclusivas representaciones al piano de oro que se encuentra en el museo de San Petersburgo, y que perteneció al zar Nicolás II (y que solo a Oleg se le permitía tocar), con improvisadas composiciones que el propio músico califica de “incómodas”, disonantes, que no siguen los, para él, anquilosados gustos de los conservatorios y filarmónicas. Duque nos muestra en estas escenas las manos y el rostro ajados, que sin embargo se transforman mágicamente ante los ojos del espectador en interpretaciones de una fuerza extraordinaria para un octogenario.
De pronto, Duque traslada bruscamente la acción al lugar donde habita Oleg casi en la indigencia (en contraste con la fastuosidad del museo) y al barrio marginal de Komarovo, lleno de fantasmas del pasado, donde el pianista convivió con muchas personalidades de distintos campos artísticos exiliadas allí por Stalin, como Andréi Tarkovski o Dmitri Shostakóvich. Por lo tanto, en la película el espacio es importante, pero solo hasta cierto punto, ya que se trata de una obra más conceptual, en la que Oleg, con su temperamento de genio impaciente, constantemente rompe la cuarta pared a la manera de una performance hablando directamente con Duque. Él decide cuándo seguir y cuándo cortar, hasta acabar transformando el conjunto en una lección magistral de más de 15 minutos sobre la forma en la que entendía la música.
Oleg y las raras artes no se concibió como un homenaje póstumo, pero, en una mutación de aquellas que ocurren en un medio en constante movimiento como es el cinematográfico, se estrena como tal; al igual que ocurría con No home movie (2015) de Chantal Akerman, hablamos de filmes que transcienden su sentido original (fuera cual fuera) para poner de manifiesto la fugacidad del tiempo y la fragilidad de la existencia. De esta manera, Duque ha honrado de la mejor manera posible la memoria una figura que quiso innovar y reformular el arte a través de su música en un panorama alienado por lo clásico.
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