Reseña de Luis Suñer
Leíamos hace unos meses una entrevista en un medio catalán al siempre controvertido Albert Serra y en cuyo titular afirmaba que, para él, «Ken Loach es un director de extremaderecha». Unas declaraciones como poco sorprendentes para quien conozca la obra del cineasta británico, reflejando sin cesar en todas y cada una de sus películas su vocación de hombre de izquierdas. Y es que el octogenario realizador es uno de esos artistas que rememora a aquellos vanguardistas de principios del siglo XX que trataron de transformar a la sociedad a partir del arte, huyendo de las tendencias de “l’art per l’art”. Para Loach, parece que la cinematografía no tiene sentido alguno desvinculado de su poder evocador y de denuncia crítica. Algo que le condena a adaptar las formas de sus trabajos al concepto que desea subrayar. Y por el momento parece que no sale malparado de ello en su tentativa de ofrecer una reivindicación política a sus espectadores. El triunfo entre el público de su último trabajo, Yo, Daniel Blake, materializado en el premio que otorga el respetable tanto en San Sebastián como en Locarno, así lo avala. No obstante, muchas voces se levantaron encolerizadas ante la entrega de la última Palma de Oro en el pasado Festival de Cannes. Un descontento entre la crítica incapaz de comprender la decisión tomada por un Jurado capitaneado por George Miller (quien inmediatamente dejó de ser el director de Mad Max: Fury Road -2015- para ser el de Happy Feet 2 -2011-). Y es que lo que se espera en el certamen galo es algo distinto a lo que nos ofrece un realizador como Loach. Nos encontramos ante el escaparate mundial del mejor cine de autor, películas que abordan nuevas vías en el lenguaje cinematográfico o se ciñen a lo establecido desde la maestría, cuidando la harmonía entre forma y contenido.
En este sentido, una cinta como Yo, Daniel Blake tiene poco o nada que ofrecer. Sus formas conservadoras se doblegan ante la historia que trata de abordar. Una verdad incontestable que ocurre en las calles de Newcastle o en la ciudad donde usted esté leyendo estas líneas. Un entramado burocrático que nos muestra lo peor y lo mejor del ser humano en sociedad y cuyo fondo es tan crudo y certero que resulta inútil abarcarlo desde lo obvio o lo forzado. En Yo, Daniel Blake no existe la sutileza, ahonda en el hambre y el desamparo de la maternidad monoparental lejos del modo dardenniano de, por ejemplo, Techo y comida (2015). La sucesión de desgracias se antoja torpemente calculada para hacer funcionar el objeto de la narración, perdiendo cualquier atisbo de naturalidad, encadenando infortunios sin medida y sin pudor alguno. La resolución dramática de la relación de Daniel con la joven coprotagonista se origina gracias a la improbable torpeza de ella en la escena más inverosímil del filme. Tampoco ayuda el desenlace final, volviendo a remarcar desde la brocha gorda la idea inicial sobre la que se construye la película. Una ausencia de naturalidad que choca inevitablemente con el deseo de reflejar una realidad desde el artificio menos cuidado.
Yo, Daniel Blake parece haber cumplido su cometido de llegar al público, pero no encaja entre lo esperado por quien decide sumergirse de lleno en el análisis y la experiencia puramente cinematográfica. Y podría resultar fácil volcar la ira de los críticos ante un filme de estas características. Ensañarse con él por dañar la esencia de un festival y un tipo de cine que enriquece el hambre cinéfilo de quien busca otras maneras de disfrutar del séptimo arte alejados del consumo o la propaganda política. Aunque quizás no tendría sentido enfadarse con quien sabemos que le motiva a realizar su cine, y sí hacerlo con quien ha decidido programar el filme y escoger a un Jurado que se decantara por una cinta que traiciona el espíritu del certamen. Y sumergido en la visión plenamente cinematográfica, quizás algo de razón se respire entre las palabras de Albert Serra, quien encuentra que unas formas tan conservadoras, en el sentido estrictamente artístico, son de extramaderecha. Al fin y al cabo, incluso aquellos artistas políticos revolucionarios e izquierdistas contrarios al arte por el arte, jugaron a cambiar el formato en el que expusieron su ideario.