Hay dos películas dentro de Las inocentes. La primera es una obra seca y consecuentemente ascética con respecto al relato que abarca. La segunda es un drama cuyas implicaciones emocionales buscan conectar con un amplio espectro de público (de edad más bien avanzada). Ambas partes luchan por imponerse en un drama coral femenino situado a finales de la Segunda Guerra Mundial en un pequeño pueblo polaco con un convento a las afueras que ha sido atacado en varias ocasiones por soldados soviéticos, los cuales han abusado de las monjas que lo habitan, dando lugar a consecuencias críticas que deberán mantener en secreto.
La directora Anne Fontaine nos introduce dentro de este filme de manera sobria, dominado por interiores y la recreación de los espacios, recordando al trabajo que llevó a cabo hace unos años Guillaume Nicloux en La religiosa (2013). Una austeridad que contrasta con los bucólicos paisajes que enmarcaban los dos anteriores filmes de la realizadora, los Seal Rocks australianos de Dos madres perfectas (2013) y el noreste francés de Primavera en Normandía (2014). Aquí sin embargo, la opresiva y casi terrorífica ambientación está conducida por la importancia de la luz y las sombras de la fotografía de Caroline Champetier (recordada por su espectacular trabajo junto a Yves Cape en Holy Motors -2012-). Los cimientos de la fe que empiezan a tambalearse quedan plasmados en composiciones inspiradas en los cuadros costumbristas de Vermeer, caracterizados por valores moralizantes, como la virginidad, algo que las protagonistas del filme han perdido contra su voluntad, rompiendo el pacto de castidad a la que se habían comprometido con sus votos. Pero lejos de la distancia que siempre mantiene el pintor neerlandés con los personajes que habitan sus obras, Fontaine, se introduce como mujer dentro de esos espacios íntimos, privados e infranqueables a través de una joven aunque desencantada doctora (Lou de Lâage) que acude a ayudar a las hermanas, funcionando casi como un alter ego de la directora.
Sin embargo, como afirmábamos al comienzo, Fontaine no puede abstraerse del componente sentimental que rodea a esta historia real. Para escenificarlo, los personajes empiezan a definirse en tópicos muy marcados: los soldados despiadados, la abadesa malvada, la novicia casquivana, la joven trastornada… Todo el tono de grises establecido en la primera parte de la cinta empieza a difuminarse, y no parece casualidad que este cambio coincida con la primera vez que se utiliza música extradiegética en el filme, que hasta entonces había funcionado muy bien sin ella. A todo esto se une el desarrollo de algunas tramas secundarias sin demasiado interés, como toda la relación personal de la doctora con su compañero, pero bien llevadas por un reparto entregado, del que destaca un descubrimiento, el de la actriz Agata Buzek, cuyo papel de la hermana Maria es sin duda el que más matices posee del conjunto.
Sí, hay dos películas dentro de Las inocentes; su clasicismo, elegancia y contención parecen dominar la narración frente a momentos aislados de sentimentalismo. Pero cuando en la conciliadora secuencia final escuchamos On the nature of daylight de Max Richter, tema tan en alza últimamente por su utilización en los momentos más melodramáticos de Arrival (2016), somos conscientes entonces de que ha ganado la pasión conmovedora.