Lo que hace Ulrich Seidl siempre en su cine, especialmente en el documental, es, básicamente, un safari. Seleccionar gente concreta (seres excesivos, solitarios, encerrados en sí mismos), y de ahí toma las mejores piezas para que sean los protagonistas de sus cintas, entrando a formar parte de ese peculiar universo que ha creado el director a base de radiografiar y retorcer la sociedad austriaca actual. Ahora Seidl sale de la “comodidad” del interior, para seguir a varios grupos que viajan a África, pero no como turistas convencionales: ellos van a practicar la caza, una terrible tradición que se va transmitiendo de generación en generación. En otras de sus películas, los personajes de Seidl podían dar lástima, o incluso hacer gracia con sus extravagantes actitudes, pero en Safari solamente generan el desprecio más absoluto. No hay por tanto aquí espacio para el humanismo: las personas sobran en la mayoría de los espacios, pero en lugar de aceptarlo, irrumpen en ellos con toda su arrogancia.
Safari supone el ejercicio más maduro de Seidl, su mayor evolución dentro de un estilo visual muy marcado, estático y simétrico, que llevó a su máxima expresión con En el sótano (2014), el cual combina aquí con otros momentos en los que sigue el proceso de cacería con una cámara en mano más naturalista. La planificación del asesinato, que si se cometiera contra un ser humano se consideraría psicopática, orientada a animales es una conducta legalmente aceptada. El director consigue así su trabajo menos humorístico y más obejtivo, sin necesidad de juzgar, ya que el hecho de que los cazadores se expliquen ellos mismo deja en evidencia unas ideas hipócritas y desfasadas. Lo que nos está contando Seidl no da ganas de reírse, porque lo que antes se orientaba hacia el cinismo y lo políticamente incorrecto, ahora provoca impotencia e indignación.
Por supuesto, el realizador se guarda lo más fuerte para el final, el cual se refiere al “trabajo sucio”, la parte que no ven los turistas ricos que solo van allí a disfrutar. Si pasada la mitad del metraje vamos a asistir al terrorífico espectáculo de ver cómo los trabajadores autóctonos le arrancan la piel a una cebra, la última parte está protagonizada por el descuartizamiento de una jirafa (a la que hemos visto previamente morir ante nuestros ojos). Se ha podido calificar alguna vez a Seidl de exhibicionista, y en este caso las escenas crudísimas que pondrán de nuevo a prueba la resistencia del espectador y removerán estómagos, pero también conciencias, ya que no son en absoluto gratuitas. Si en Fast Food Nation (2006) Richard Linklater acababa el filme de una manera similar, mostrando la sordidez del trabajo de un matadero, para realizar un paralelismo con el estado de la sociedad estadounidense, Seidl hace lo propio con Europa, pero sin tremendismos ni necesidad de ficcionar. El elemento más artificial por su parte es el de poner a posar a los personajes, especialmente a los negros, que muestran pedazos de los animales desmembrados, como metáfora del desmiembro que el continente sufre a cargo del llamado Primer Mundo. Por tanto se está también denunciando el gran problema de fondo, el racismo. Blancos europeos aburridos que van a dar dinero a un país pobre y subdesarrollado, (auto)convenciéndose de que les ayudan. Algo que Seidl ya apuntaba en Paraíso: Amor (2012), aunque la intención de aquella era más provocadora que social.
La película más universal del director no está conducida por el moralismo ni el adoctrinamiento, aunque su propia concepción consigue su objetivo. Es decir, de lo que no se dan cuenta los protagonistas es de que, mientras cuentan sus motivaciones y justifican sus acciones, están siendo expuestos por la cámara de Seidl de la misma manera que ellos exhiben sus trofeos, pero lejos de cualquier tipo de orgullo. Safari es un espejo de la realidad que debería hacernos reflexionar sobre la naturaleza humana, aunque sea golpeándonos y causándonos dolor, de la misma manera que sufren los animales del filme.
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