Había pasado ya un tiempo considerable desde que el finés Aki Kaurismäki estrenara El Havre (2011) y participara en la película colectiva Centro histórico (2012). Por fin, en 2017, ha vuelto a la escena cinematográfica con El otro lado de la esperanza, la cual sin embargo podría suponer un punto y final en su filmografía, tras anunciar su retirada aparentemente definitiva (algo que ya hizo en 1994) en la última Berlinale, donde obtuvo el Oso de Plata al mejor director. Analista profundamente humanista de lo que es cotidiano para las personas, y paradigma del cine postmoderno por su eclecticismo y sus referencias, Kaurismäki traslada de nuevo su mirada hacia un tema de plena actualidad, el de los refugiados, y lo hace trasladando a ellos, los principales afectados ahora mismo por las crisis bélicas y económicas, su habitual interés por las clases más desfavorecidas.
La película consta de dos narraciones paralelas, sobre dos personajes que huyen de su vida. Por un lado, la historia de un joven sirio que llega en barco a Helsinki, en la que Kaurismäki se deja llevar por ciertos tópicos del cine social sobre la inmigración tan en boga últimamente, potenciando la dureza de países tan bien considerados en el contexto general como es Finlandia. El director presenta un Estado sin piedad, en el que el racismo y la intolerancia se manifiestan igual o más fuerte que en cualquier otro lugar, devolviendo a la muerte a aquellos que huían de ella.
Por otra parte, nos encontramos a un hombre que separa de su mujer y vende su negocio para comenzar de nuevo comprando un restaurante, dando lugar a una comedia costumbrista plenamente de su estilo, con un humor absurdo y estático que capta e ironiza sobre el carácter nórdico como solo alguien de dentro pero que lo ve desde fuera (Kaurismäki reside en Portugal) podría hacerlo. También aquí van a cobrar protagonismo sus característicos escenarios hopperianos, que transmiten al mismo tiempo la soledad y la melancolía del hombre moderno, gracias a la labor colorista y lumínica de su inseparable director de fotografía Timo Salminen.
A las dos partes del filme les cuesta casar, y cuando lo hacen, es de una manera poco fluida y natural, a pesar de la eficacia de los preciosos momentos musicales, incluso jugando con la diégesis y la extradiégesis, y de un final que podría tender al dramatismo extremo y que, sin embargo, gracias a la habilidad del director, se hace positivo e incluso esperanzador. El encuentro entre los dos distintos caracteres, que era el motivo principal de El Havre, aquí es una excusa abstracta que le sirve a Kaurismäki para hablar de la solidaridad desinteresada. Y es que tal vez, pese a la época tan cínica en la que vivimos, no haga falta buscarle motivo concreto a un buen gesto.
El otro lado de la esperanza hará reír e incluso (y no tiene poco mérito dado el hieratismo de los personajes) despertará empatía en los espectadores, por lo que el alma del cine de Kaurismäki sigue viva en cierta manera. Pero su premio en la Berlinale parece más un reconocimiento humanitario (del tipo el Oso de Oro a Fuego en el mar el año anterior) y como homenaje al resumen de toda su carrera, que porque nos encontremos ante un trabajo superior del realizador.