Tras una filmografía plagada de profundos drama naturalistas, crudos y sobrios, el director Bruno Dumond dio un sorprendente giro con la miniserie televisiva El pequeño Quinquin (2014). En ella, abordaba por primera vez la comedia negra, a través de una excéntrica investigación policial, que en La alta sociedad, su último trabajo (presentado el año pasado en la Sección Oficial de Cannes), se convierte en una subtrama ambientada a principios del siglo XX en la bahía Slack, lugar donde el río del mismo nombre actúa como brecha diferenciadora entre las distintas clases sociales. Contrastes que se acenturán cuando un pescador de mejillones llamado Ma Loute (título originial abiertamente desfigurado en su traducción, que en primera instancia iba a denominarse La bahía) se enamore de la hija de un matrimonio de veraneantes ricos, Billie, una chica con una identidad ambigüa.
Nos encontramos ante un filme conscientemente grotesco, en el que una historia de amor de corte casi clásico sirve como catalizador para realizar una crítica exagerada de una burguesía ociosa y ridícula, que ni siquiera se molesta en hacer gala de un esnobismo que no posee, y que se siente liberada en ese espacio natural en el que pasan la época estival, dando rienda suelta a sus más bajos instintos. Aunque sus principales motivos son costumbristas, tanto a nivel de relato como visual (no parece que Dumont, a través de la colorista fotografía de Guillaume Deffontaines, desconozca en absoluto la tradición pictórica española, desde las escenas marítimas y lumínicas de Sorolla hasta el Duelo a garrotazos de Goya), el pintoresquismo está tan deformado que enlaza directamente con el género del esperpento. De este modo, el director mira a unos caracteres que se mueven entre la cosificación y la animalización desde la distancia, moviendo los hilos a la manera de un figura omnipresente desde un picado que manifiesta su superioridad (que llegan al final de la película a su máxima expresión), como hacía Valle-Inclán.
El peso humorístico es más físico que verbal, por lo que la responsabilidad recae en un reparto que mezcla estrellas francesesas con actores no profesionales y lugareños (destacando entre todos ellos la revelación de la andrógina Raph, cuya actuación es lo único contenido del conjunto), que se entregan a sus degenerados e hipócritas personajes hasta el extremo, fanáticos de la religión y la moral, pero que por otro lado fomentan la endogamia o el salvajismo para mantener una integridad imposible. El histrionismo llega a niveles difícilmente soportables, especialmente en el caso de Juliette Binoche (a la que ya criticábamos duramente hace unas semanas por su interpretación de Ghost in the Shell -2017-).
El mensaje de la cinta no es finalmente tan metafórico debido a lo reiterativo y en el fondo simple de la propuesta: una sociedad en evidente decadencia que va desapareciendo a manos de aquellos que siempre despreciaron. Una sátira territorial que encuentra su principal problema cuando el absurdo se traduce en surrealismo, a veces directamente fantástico, sin ningún tipo de mesura. Solo la pericia de Dumont, y de todo el equipo técnico, que convierten la película en un primor a nivel formal, salvan esta bufonada de lo que podría haber sido un desastre.