Paraíso es la última película de un director tan veterano como Andréi Konchalovsky, con casi una treintena de trabajos a sus espaldas, premiado en Venecia por esta coproducción europea, concretamente ruso-germana. En ella, aborda temáticas tan inacabables como la Segunda Guerra Mundial, el nazismo, los campos de concentración y la construcción del llamado “paraíso alemán”, ante las que uno puede preguntase qué nos va a aportar de nuevo. Rodada al estilo del 16 mm y con la fotografía en blanco y negro de Aleksandr Simonov, nos encontramos ante un potentísimo melodrama, con tintes clásicos y romanticismo, que sin embargo acaba creando el habitual frío nudo en el estómago ante los horrores del pasado.
Konchalovsky desarrolla la cinta a través de tres protagonistas con diferentes nacionalidades y circunstancias, que cuentan a modo de interrogatorio la historia, la cual se escenifica en un largo flashback que les acabará uniendo: Jules, funcionario francés de la policía y colaboracionista con los nazis; Olga, una aristócrata rusa encarcelada por esconder a niños judíos; y Helmut, un joven alemán que abandona sus estudios sobre Chéjov para convertirse en oficial de las SS, aunque sin compartir gran parte del ideario del partido. Ampliando así el foco y dando voz a las diversas partes involucradas en el conflicto bélico, Konchalovsky consigue aportar un nuevo punto de vista con respecto al mismo. Paraíso no sigue la estructura narrativa típica, como se evidencia en la manera en la que aparecen y desaparecen de la trama personajes principales; algo que puede dar una sensación de irregularidad, pero que realmente lo que hace es poner a prueba la capacidad del público de empatizar (o no) con estos individuos que solo representan una mínima parte de toda la inmensa tragedia.
Una crónica dura y seca que, pese a su elegancia formal, no escatima en la crudeza de aquello que narra. Así, los momentos de confesión son de un ascetismo dreyeriano, sin más necesidad que un plano medio y una cámara fija; mientras que algunas secuencias, como en la que Helmut ve las fotografías del campo de exterminio, remiten a la ceguera colectiva del pueblo alemán frente a la barbarie, y del cine frente a aquellas realidades que nos resultan desagradables, como dejó en evidencia Alain Resnais en Noche y niebla (1955). Al igual que en la estrenada recientemente en nuestro país Stefan Zweig. Adiós a Europa (2016), nos encontramos ante una nueva reformulación de la teoría del autor austríaco de que solo se puede luchar contra atrocidades de esta magnitud a través de la formación, de la cultura y del conocimiento. En un momento determinado, Olga (una entregadísima Yuliya Vysotskaya, esposa del director) afirma ante Helmut lo fácil que es transformarse de un animal a un ser humano o una mujer, pero lo que realmente desestabiliza al espectador es justamente lo contrario: la bestialización de las personas encerradas en un infierno (valga la paradoja) en el que una muerte ya no importa más que otra.
Paraíso, desde unas líneas muy esquemáticas, plantea cuestiones demasiado complejas como para abarcarse en un solo filme, pero sí que logra establecer un panorama general sobre la fuerza del odio o la necesidad de crear relaciones en una situación límite, como es la del mundo viniéndose abajo. Pero, a través de las grietas, se cuela un mínimo rastro de humanismo, de conciencia, de sentimientos o de generosidad que, sin embargo, no atenúa el temor a, finalmente, responder por los actos cometidos en vida ante un poder superior.