La Escuela de Berlín fue un movimiento surgido a principios de este siglo que no seguía unas directrices concretas pero sí tenía unos mínimos elementos en común, como la disposición de sus personajes en un estado indefinido y en constante movimiento (aunque alejado totalmente del frenetismo), una sensación de desasosiego propia del mundo contemporáneo. Hace ya tiempo sin embargo que esa corriente, fundada por Christian Petzold, Christoph Hochhäusler, Thomas Arslan o Angela Schanelec, abandonó esa tendencia en favor de un mayor clasicismo a la hora de analizar el pasado del país. Sin duda uno de los riesgos más potentes que ha asumido la 19ª edición del Festival de Cine Alemán ha sido el de programar el último trabajo de Schanelec, El camino soñado (Der traumhafte Weg), que es de las pocas películas que aun siguen las «normas» iniciales de la Escuela, pero llevándolas a su máximo extremo. La directora en esta ocasión también recurre a la Historia, a los años 80 y la Alemania dividida, para establecer un paralelismo con la situación de la inmigración actual. O eso creemos entender.
Nos encontramos ante el filme más inaccesible del Festival, que al igual que el primer Petzold, especialmente en su trilogía Fantasmas, nos presenta caracteres fríos y estáticos, que aparecen y desaparecen a un ritmo lánguido y pasivo, propio de esa espectral soledad del hombre actual. La invisibilidad de las clases medias queda de manifiesto en la puesta en escena en grandes espacios vacíos, como ese momento en la Hauptbanhof de Berlín, un característico no-lugar (una estación de tren) que implica necesariamente un desplazamiento. Pero la narración de El camino soñado hace casi imposible seguir una línea argumental, si es que esta existe, dando como resultado una obra demasiado críptica y cerrada en sí mismo como para resultar de alguna manera sugerente.
Suele ser habitual que el Festival se reserve para los últimos días un potente drama que remueva conciencias. Este año ese sería Las manos de mi madre (Die Hände meiner Mutter), de Florian Eichinger, final de una trilogía en torno a la violencia doméstica y al cuestionamiento de los roles sociales habituales. El relato gira en torno a una familia disfuncional, plagada de secretos, hasta que en una fiesta que celebran en un crucero, uno de los hijos recuerda los abusos que sufrió de niño por parte de su madre. Al contrario de la perversidad de Celebración (1998) de Thomas Vinterberg, aquí se analiza desde la sutileza cómo afecta a alguien ya adulto esta revelación que su mente, a modo de protección, había escondido, y si este componente incestuoso es una especie de gen que se transmite durante generaciones. El actor Andreas Döhler interpreta al protagonista adulto, pero también al mismo en sus recuerdos de infancia, poniendo sobre la mesa de nuevo el debate sobre qué es lo que se puede mostrar en el cine y qué no: el director, rehuyendo lo que él considera un acto de exhibicionismo, no quiere exponer a un actor niño al rodaje de terminadas secuencias muy crudas (aunque sin pasarse de explícitas). Quizás este recurso puede resultar algo chocante al principio, pero es coherente si tenemos en cuenta que estos flashbacks son recreaciones mentales del propio protagonista, que une inevitablemente pasado y presente.
Más bien, lo que quiere demostrar Eichinger en Las manos de mi madre es que el problema fundamental de la familia y la sociedad en general es el silencio. Como ya expusiera Michael Haneke (con quien se le comparó en el coloquio posterior que hubo con el propio realizador) en La cinta blanca (2009), Eichinger considera que hay un mal interno en el carácter alemán, y que la única manera de superarlo y que no crezca es hablar las cosas, sacarlas a la luz. Un ejercicio que desde luego no dejará indiferente.
Acabamos el repaso al Festival de Cine Alemán con uno de los largometrajes que formaba parte del ciclo überAll, Somos el diluvio (Wir sind die Flut), primera película de Sebastian Hilger. La acción se sitúa en un pueblo costero en el que, años atrás, el mar desapareció misteriosamente, arrastrando con él a todos los niños que habitaban en el mismo. Dos físicos irán allí a investigar y descubrir las causas de lo que pasó, pero se encontrarán con la oposición de una población gris y fantasmal que, si bien vive en un estado de amargura permanente, quiere dejar las cosas como están, en caso de que sus seres queridos desaparecidos regresen. Con un plantemiento tan interesante y parecido, la serie The Leftovers llevó a cabo un magistral estudio sobre la pérdida y la superación. La ópera prima de Hilger por su parte posee grandes medios y pretensiones, pero que parecen enmascarar a través de su estilo formal el hecho de que no tiene prácticamente nada que contar. Durante gran parte del metraje, las escenas de transición se suceden, dando prioridad a una historia romántica que no aporta nada, mientras que la saturación musical de la banda sonora de Leonard Petersen le aporta a cualquier secuencia un tono incongruentemente épico. Pero la cosa no mejora cuando por fin se introducen cuestiones más espirituales y metafísicas, perdiéndose en un argumento confuso y sin sentido, sin una transición lógica en la evolución de personajes. La excelente fotografía de Simon Vu nos deja, eso sí, algunas imágenes bellísimas para el recuerdo, lo cual hace que su visionado en pantalla grande sea casi obligatorio. Pero eso no salva a una película que hace aguas (nunca mejor dicho) por demasiadas partes.
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