Tras ganar el Oso de Oro en la Berlinale en 2013 con Madre e hijo, película que aunó de manera bastante consensuada la opinión crítica, se esperaba con interés el siguiente trabajo de su director, Călin Peter Netzer. Ana, mon amour también participó en la Sección Oficial de la última edición del festival alemán, alzándose de nuevo con un premio, esta vez el de la Contribución Artística por su montaje, el cual nos muestra de forma deslabazada los pensamientos de de un hombre, Toma, entre recuerdos y momentos oníricos, aunque todos ellos enfocados por Netzer desde el punto de vista hiperrealista propio de la Nueva Ola Rumana que surgió a principios de siglo, y cuyos parámetros aún están muy vigentes. Toma repasa con su psiquiatra los años que convivió con Ana, una joven presa de su caracter depresivo y de constantes ataques de pánico.
En Madre e hijo, Netzer ya hablaba de las relaciones patológicamente depentientes que conducen a la toxicidad. Si en aquel caso, como su propio nombre indica, se trataba del vínculo materno-filial, en su última película, vuelve a abordar el tema mediante una pareja que se conoce en la universidad, y que permanece unida más por los propios traumas psicológicos de ambos que por el amor. Los dos provenientes de familias desestructuradas que les han inhabilitado en cierto sentido para relacionarse de manera normal, Ana (interpretada de forma muy entregada por Diana Cavallioti) ve en Toma el único apoyo que puede ayudar a superar su enfermedad, mientras que él ve esta responsabilidad como su objetivo vital. Sin embargo, en lugar de hacer frente y superar los problemas juntos, lo único que conseguirán será potenciarlos e instalarse en una inmovilidad conformista.
Como en otras cintas sobre parejas destructivas como Blue Valentine (2010) o en Mi amor (2015), pasado y presente se entrelazan para llevar el concepto del romanticismo a un terreno más corriente, nada idealizado, en el que la presencia de los hijos siempre es una dificultad añadida, transmitiéndoles lo mismo que ellos mismos han vivido y aprendido. La diferencia de Ana, mon amour es que no nos muestra unos comienzos felices: desde la primera escena, los protagonistas no hacen otra cosa que adaptarse a la situación de estar continuamente superando obstáculos. Cuando el tiempo pase, Ana buscará en otros ámbitos la solución a su problema, como la religión o el psicoanálisis. Será este último el que por fin la saque de la angustia en la que estaba enterrada, frente a la frustración de Toma, que ve como su importancia en la vida de ella va disminuyendo. Y es que al final, ¿quién de los dos necesitaba más al otro?
Pese a tratar cuestiones en principio muy identificables, Ana, mon amour es un relato difícilmete empático en el que de nuevo la compasión que siente Netzer por sus personajes en ambigua. Pese a sus evidentes conflictos internos, el director no deja de plantear que mucha de la culpa (otro tema recurrente en su cine) de los mismos la tienen los propios Ana y Toma, por empezar y continuar una historia conducida al fracaso desde el principio. Pero, aunque atrayente en su planteamiento, la narración de la película parece más centrada en los saltos temporales que en profundizar en muchos de los temas que abre o en desarrollar a los personajes de manera más fluida. Quizás todo este premiado engranaje sirva para ocultar la falta de originalidad de una propuesta que, pese a resultar solvente, no nos muestra, a nivel técnico o argumental, nada que no hayamos visto antes.
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