Desde unos comienzos ya bastante notables, la carrera de Alexander Payne como representante de un cine independiente estadounidense más comercial y asequible a un amplio rango de público, ha ido en ascenso, pese a que Los descendientes (2011) supuso un pequeño estancamiento dentro de su propio estilo. Es por ello que, tras haber firmado en 2013 su mejor trabajo, Nebraska, las expectativas con su nueva obra eran inevitablemente altas. La premisa es, cuanto menos sorprendente: unos científicos noruegos dan con la solución para la superpoblación que está asolando el planeta, una técnica de reducción del tamaño, que no solo mejora el ecosistema, sino las condiciones de vida de las personas que se someten a ella. Según pasan los años y van aumentando los voluntarios en el proceso y las opiniones positivas, Paul, un hombre con una vida gris y problemas de dinero, decide someterse al procedimiento… El giro de Payne hacia la ciencia ficción no acaba, sin embargo, de adecuarse a lo que nos tenía acostumbrados.
Una vida a lo grande contiene la que es probablemente la historia más original de la filmografía de Payne, coescrita junto al guionista de sus primeros trabajos, Jim Taylor, y por primera vez sin tener una novela de base desde su ópera prima, Citizen Ruth (1996). La primera parte, la más interesante, va a seguir la típica descripción del director de personajes melancólicos, esta vez unida a unos efectos que se integran perfectamente en dentro de la ambientación realista. La aventura de Paul, al que da vida un eficaz Matt Damon, ya empieza mal desde el principio, y dejará en evidencia que los problemas nos persiguen allá donde vayamos (también un tema fundamental de Payne), si lo que cambia solo es el escenario y no nosotros.
Pero una vez que Paul empequeñece, todo se vuelve más normal, más visto. Payne recorre a su equipo habitual, desde la fotografía funcional de Phedon Papamichael a la banda sonora de Rolfe Kent, totalmente desconectada de lo que esté acompañando, dándole a cualquier situación un tono edulcorado. A ello se le une el paso de Payne de tratar temas familiares e íntimos a cuestiones más amplias, en este caso incidiendo en la crisis económica, la desigualdad de clases y la destrucción del planeta; un afán de abarcarlo todo le viene, irónicamente, grande. Cuando aparece en escena el solidario personaje de Hong Chau (acrtiz muy presente en la temporada de premios), comienza a tomar protagonismo un mensaje moralista bastante manido (cualquier mundo ideal puede degenerar en el caos, la explotación y el racismo), expresado en un conjunto de frases épicas y predecibles, que al menos el director sabe siempre rematar con simpáticos chascarrillos, como para quitarles ese peso trascendente. Sin embargo, esta mezcla de comedia, drama y denuncia social también conduce a la película por el camino de la indefinición.
Por tanto, vemos en Una vida a lo grande características propias de su autor dentro de un decepcionante conjunto que se deja llevar por un humanismo y romanticismo de manual, con una conclusión bienintencionada muy lejana del cinismo que Payne a mostrado otras veces hacia la sociedad actual.