Que Vincent Van Gogh es una de las figuras más influyentes de la Historia del Arte no es ninguna sorpresa, pero no solo en este ámbito pictórico, sino en muchos otros que por supuesto incluyen el cinematográfico. Sin embargo, su fuerte personalidad meláncolica, propia de un genio por excelencia, ha sido la mayoría de las veces la protagonista de numerosos biopics más o menos tópicos que nos contaban su vida o parte de ella. Ahora se estrena en cines la cinta de animación Loving Vincent, en la que los directores Dorota Kobiela y Hugh Welchman, ganador este último del Oscar como productor por el cortometraje Pedro y el lobo (2006), nos ofrecen algo distinto: se trata de la primera película pintada a mano al óleo, cada fotograma, por un equipo de más de 100 personas que imitan el estilo y las pinceladas del artista holandés, incluso recreando cuadros del pintor. Un trabajo artesanal digno de admirar y que visualmente es fascinante, que frente a filmes como Shirley: Visiones de una realidad (2013), de Gustave Deutsch, no se limita a una estática sucesión de estampas, sino que le dan el movimiento que ya de por si posee la obra de Van Gogh.
Una carta del pintor destinada a su hermano Theo (una de las cientos que se conservan y que han permitido conocer su historia más ampliamente, dando lugar incluso a un libro de éxito), principal impulsor económico de su carrera, es la desencadenante de Loving Vincent, que se centra particularmente en los últimos tiempos de Van Gogh en la localidad de Auvers-sur-Oise (con algún apunte a su juventud), su relación con el doctor Paul Gachet y su familia, y al misterio en torno a su muerte. ¿Fue un suicidio o un asesinato? Alrededor de las imágenes y de la inspirada banda sonora de Clint Mansell, los directores desarrollan una narración convencional y repetitiva: la aparición distintos personajes da lugar reiteradamente a testimonios y flashbacks, donde la paleta colorista del artista queda sustituida por un hermoso aunque algo incongruente blanco y negro.
El filme no trata de ser didáctico, aunque sí que va aportando información que puede ser de interés para el espectador poco conocedor, como la tardía decisión de Van Gogh de ser pintor a los 27 años, su prolífica producción, la conflictiva convivencia con Gauguin o sus desgracias sentimentales. Para aquellos que sin embargo sí estén familiarizados con todo esto, la cinta resultará descontextualizada, sin otro sentido que homenajear y utilizar el relato como mera excusa. Y para ello, quizás tendría más sentido acudir a un museo que a la sala de cine.
Pero a pesar de que la cinta no llegue a estimularnos del todo, la trágica existencia de Van Gogh siempre despierta tristeza y empatía, y con esa baza juega Loving Vincent. Como comentábamos sobre el biopic alemán Paula (2016), sobre la frustración de la pintora Paula Becker de morir joven sin haber triunfado como artista, al salir de la película de Kobiela y Welchman, uno desearía que Van Gogh resucitara, aunque solo fuera por unos instantes, y viera cómo ha acabado resultando su obra, para que pudiera irse tranquilo, y no con la inquietud y los demonios con los que abandonó esta vida.