Poco a poco van llegando a nuestras pantallas todas las películas que formaron parte de la decepcionante Sección Oficial del pasado Festival de Cannes. La francesa 120 pulsaciones por minuto no solo formó parte de ella, sino que además obtuvo el Gran Premio del Jurado. El director, guionista y montador Robin Campillo, habitual colaborador de Laurent Cantet (dentro de unos meses estrenarán juntos en España El taller de escritura -2017-) nos traslada en su tercer largometraje tras las camaras a principios de los años 90 del pasado siglo, época en la que el SIDA dejó tras de sí miles de fallecidos, creando una sensación de miedo colectivo que ya apuntaba también en 2017 Carla Simón en Verano 1993.
En este ambiente, el grupo activista Act-Up París, siguiendo el modelo de la formación homónima nacida en Nueva York, trató de crear a través de acciones bastante radicales una conciencia sobre la enfermedad, que en Francia era un tema prácticamente tabú tanto para el Estado como para gente de cualquier tendencia sexual, y exigir medidas de prevención y mejoras médicas una vez la enfermedad comenzaba a manifestarse de forma más violenta. Campillo vuelve a través de ello a acercarse a cuestiones como la juventud, la homosexualidad y el drama social, los cuales ya trató en su anterior filme, Chicos del Este (2013).
Contada desde un conocimiento interno y biográfico (Campillo perteneció a Act Up), el filme aborda su relato desde la quizás necesaria distancia que dan los años. La primera parte de 120 pulsaciones por minuto está recrada en un tono casi documental, con largas escenas de reuniones en las que cada miembro expone su punto de vista. De este modo, la perspectiva que ofrece el realizador es, aún con algunos protagonistas, general y objetiva, enlazándose con La clase (2008), filme de Cantet que coescribió Campillo y que obtuvo la Palma de Oro también en Cannes. En este primer segmento también vamos a ver las actuaciones guerrilleras del grupo, que a través de los ruidos, los gritos y la sangre falsa querían remover las conciencias, pero sin olvidar nunca que nos encontramos ante jóvenes que también quieren amar, divertirse, salir de fiesta y vivir… aunque muchas veces no lo consigan.
El principal problema de la cinta es que el director se toma demasiado tiempo para exponer todo lo comentado anteriormente, por lo que acaba resultando repetitiva. Además, aunque el realismo no se pierde en ningún momento, la fuerza comienza resentirse al empezar a centrar la historia en el personaje de Sean, al que encarna Nahuel Pérez Biscayart (actor de origen argentino con una carrera importante en ese país, que en nuestro país nos puede resultar conocido por hacer del hermano de Elena Anaya en Todos están muertos -2014-), cuya erótica e intimista relación con otro miembro del grupo, unida al desarrollo de su patología, se desarrolla por terrenos demasiados convencionales.
120 pulsaciones por minuto, pese a su concreto contexto, es un ejercicio atemporal que habla de enfrentarse al terror a través de la unión, el desafío, de la pasionalidad… Sí, del corazón. La huella de la película no será la misma que dejó el grupo Act Up en su momento, pero sí que se trata de un recordatorio necesario no solo de una enfermedad en absoluto erradicada, sino de la obligación de luchar contra aquello que es injusto.