La distribuidora Márgenes parece haber encontrado una tradición en estrenos estivales de películas independientes y con cierto carácter experimental ambientadas en la misma estación vacacional. Si hace un año en estas misma fechas trajeron a los cines la catalana La película de nuestra vida (2016), ahora hacen lo propio con la gallega La estación violenta, que pasó por el Festival de Sevilla, el Bafici y el D’A de Barcelona. Sin embargo, nada tiene que ver la alegre y juguetona ópera prima de Enrique Baró Ubach con el tono sombrío, crepuscular y nostálgico del también primer largometraje de la joven directora Anxos Fazáns. Basada en la novela homónima de Manuel Jabois, la película cuenta el reencuentro de tres amigos de la adolescencia que, en su día a día adulto, dedicado (o al menos intentando hacerlo) a diferentes ramas artísticas, se enfrentan a la decepción, el hastío existencial o la muerte. Su huída a una casa de la playa será como un intento de recuperar esa relación a tres bandas que una vez les hizo sentirse vivos pero que, al mismo tiempo, les llevó al punto en el que se encuentran.
Desde el primer fotográma, La estación violenta se nos muestra como una cinta totalmente física, desnudando (que no sexualizando) y observan los cuerpos como forma de dejar también las almas al descubierto. El equipo que nos contó con éxito en los mismos circuitos la (hasta cierto punto típica) historia de un regreso al lugar de origen en Las altas presiones (2014), con guion del director de aquella, Ángel Santos, y producción de Daniel Froiz, aquí pone el foco en quien nunca se ha marchado: Manuel, un intento de escritor que se pasea por la pantalla siempre con un cuaderno vacío. No le salen las palabras, y ni siquiera la llegada de su pareja de amigos David, músico afincado en París, y Claudia, una mujer alrededor de la que orbitan todos los personajes masculinos (fascinante ménade recreada por Nerea Barros, protagonista también del corto de Fazáns Area -2017-, que podría servir como preludio de la película que nos ocupa) le sacarán de un letargo provocado por una soledad extrema. Lejos, como decíamos, del tono luminoso y postmoderno del estilo indie del que parece ser heredera (no faltan las actuaciones musicales casi obligas, que además funcionan como oportuna crítica a la triste noticia que hace unas semanas llegaba con respecto a una ley que pohibía la música en directo en los locales de Santiago de Compostela), la película se deja arrastrar por algo tan típicamente gallego como es la melancolía, potenciada por la envoltura analógica que le confiere el rodaje en 16 mm.
En La estación violenta, la luz, el mar, el calor o el amor no pueden hacer frente a la autodestrucción, la adicción o a desmoralización de una generación tan perdida que se ha desvanecido cualquier oportunidad de enderezar su camino. No se trata de un filme críptico, sino que es comprensible, asumible y que apela directamente a los sentidos, conducidos por unos protagonistas arrastrados y destruídos por sus propias pasiones.