Ya es más que habitual ver filmes islandeses recorriendo todo el circuito de festivales cinematográficos de primer nivel, e incluso no resulta extraño que estén presentes también en la cartelera española. Pero acostumbrados a dramas intensos desarrollados en pueblos rodeados de grandes y helados parajes que influyen en el carácter árido y distante de sus personajes, como la ganadora de la Concha de Oro en San Sebastián Sparrows (2015), Rams (2015), o la también vista en nuestros cines este año Heartstone (2016), ahora se estrena Buenos vecinos, una película caracterizada de humor negro (negrísimo) en un ambiente mucho más cosmolita. Sin embargo la capital, Reikiavik, parece deshumanizar igualmente a los protagonistas, tres parejas de clase social acomodada, todas en diferentes etapas de crisis, que conviven (es un decir) en una comunidad vecinal. El tercer largometraje de Hafsteinn Gunnar Sigurðsson es una fábula ambientada, sorprendentemente, en época estival (lo cual sin duda ha impulsado su llegada a los cines ahora), que si bien no cuenta algo especialmente novedoso (las luchas entre vecinos, trasladadas a la necesidad de enfrentamiento de los individuos en general, no son un terreno desconocido en el ámbito audiovisual), lo hace de a través de una eficaz manera de generar tensión, al principio controlada, y que poco a poco va desembocando en una espiral destructiva imparable.
Sigurðsson, como ya hacía su compatriota Benedikt Erlingsson en De caballos y hombres (2013), enfrenta de manera tragicómica al ser humano y a los animales, testigos estos últimos de la mezquindad de los primeros. Los equinos aquí son sustituídos por un gato y un perro que, junto a un elemento natural también tan inocente como es un árbol, desencadenan un conflicto buscado, provocado y casi deseado, ya que permite a los personajes desatar toda la inmadurez, la frustración, la envidia, los celos, o quizás la simple locura, acumuladas durante mucho tiempo. Como si de la Relatos salvajes (2014) nórdica se tratara, la violencia se va a presentar a todos los niveles y sin excluir matrimonios, padres o hijos, con actitudes que revasan los límites de lo moral. Solo el personaje de la nuera demuestra algo de cordura a la hora de poner término a una relación; y es que estos patéticos sujetos irán perdiéndolo todo a medida que avance la trama, hasta que solo les quede rencor. Es en su manera de conseguir transmitir la lástima que él mismo siente por ellos donde destaca la labor de un director que, por otra parte, no aporta visualmente ningún elemento especialmente virtuoso.
Buenos vecinos rompe radicalmente con los esquemas que tenemos de una sociedad cívica escandinava, casi aséptica, para mostrarnos su cara más visceral, llena de (bajas) pasiones. Sigurðsson saca a la luz los problemas domésticos que normalmente quedan de puertas para dentro y los hace estallar no tanto para provocar las risas (aunque, inevitablemente, a veces lo consigue), sino más bien para avergonzarnos y hacernos reflexionar sobre el mundo que vamos a dejar a nuestros hijos.