La directora japonesa Naomi Kawase parecía haber dado un giro (para muchos, sorprendentemente errado) a su filmografía, hasta entonces biográfica y semi documental (cuando no lo era totalmente), con la entrañable pero convencional Una pastelería de Tokio (2015), y la insustancial y vacía Hacia la luz (2017), mucho más adulteradas; sin embargo, su último trabajo, Viaje a Nara (Vision), vuelve a mutar y a abarcar un nuevo camino diferente a esos dos anteriores filmes. Un camino que, si bien puede recordar a su cine anterior en su vuelta al entorno rural y a la fuerza cósmica que nace de esos parajes, también se aleja del mismo por su falta de naturalismo y el mensaje críptico que engloba una historia situada en un mundo en descadencia que está a punto de cambiar.
Efectivamente, Viaje a Nara es un filme muy ficcionado, con diálogos impostados (únicamente en los momentos en los que deja hablar a la gente del pueblo se aprecia un verdadero atisbo de esa realidad que era tan característica de la realizadora) y una narración que fluye menos de lo deseable, en favor de cierta impostura zen. La introducción dentro de esta coproducción con Francia de una actriz internacional de renombre como es Juliette Binoche, que interpreta a una escritora perdida en tierras niponas pero que trata de encontrar respuestas, no hace más que acentuar la tendencia algo condescendiente de Kawase, ya vista sus dos cintas previas, de explicar al público occidental algo de lo que nunca antes hubo necesidad, ya que sus universales temas hablaban por sí solos.
Y sin embargo, poco a poco vamos viendo como la película va enfrentándose al espectador y proponiéndole el arriesgado reto de interpretar y encajar las piezas de un relato entre lo real y la ensoñación, que fusiona el amor que surge entre la protagonista y un lugareño (al que da vida el reciente actor fetiche de Kawase, Masatoshi Nagase), el dolor de la maternidad frustrada, la necesidad de creer en leyendas ancestrales y la certeza de que el tiempo en un interminable ciclo de vida y muerte, el cual siempre influye en el desarrollo de las relaciones humanas. La hipnótica dirección de Kawase, potenciada por una fotografía tan saturada como sugestiva, apela al poder casi divino de la naturaleza sobre los individuos, lo que les lleva a buscar en ella una paz y felicidad que solo pueden encontrar dentro de sí mismos antes de expandirla a mayor escala.
Quizás el principal problema del filme sea que, poseyendo un carácter tan marcadamente sensorial, acabe dando, probablemente debido a su aparatoso entramado, un resultado más bien frío. Viaje a Nara es tan compleja y por momentos indescifrable, sobre todo en su última parte, que resulta muy difícil emocionarse con ella; pero también en ese misterio reside parte de su poética. Una película, que, reuniendo muchos elementos ya conocidos, supone una obra única para Kawase. Y si bien eso no siempre implica connotaciones positivas, al menos despierta el interés por saber cuál será el próximo paso que se decida a dar la realizadora.