El cine social es uno de los género más espinosos en cuanto a la manera más o menos decorosa de abordarlo, y también un arma de doble filo: puedes llegar el corazón de los espectadores apelando a sus conciencias, pero también, ganarse la desaprobación de aquellos que se sientan forzadamente manipulados… Aunque casi siempre acabe imponiéndose la primera opción. Cafarnaúm, tercer largometraje de la libanesa Nadine Labaki, ganadora del Premio del Jurado en el último Festival de Cannes, y nominada al Oscar a la mejor película de habla no inglesa, sería un ejemplo canónico de este tipo de ejercicio. La realizadora parece querer enfrentarse a las opiniones sobre sus anteriores trabajos, Caramel (2007) y ¿Y ahora adónde vamos? (2011), que se calificaron como intrascendentes y poco comprometidos con respecto a la conflictiva situación de su país de origen, ofreciendo un drama de dimensiones épicas. Sin embargo, Labaki desaprovecha un punto de partida tan interesante y complejo de tratar en la ficción como es el de la irresponsabilidad de traer hijos no solo a un mundo ya de por sí maleado, sino cuando no vas a poder darles ni siquiera los recursos más básicos. El objetivo final de la cinta parece ser el de recrearse en el sufrimiento ajeno, mostrando sin descanso las penurias que sufren los más desfavorecidos, engullidos por una Beirut anárquica y pesadillesca, y expuestas (con poco o ningún pudor) a través de la relación de un niño, Zain, miembro de una familia indigente que sin embargo no para de tener descendencia, con una inmigrante ilegal, y sobre todo, con su hijo pequeño.
Labaki, protagonista habitual de sus películas, se reserva en esta ocasión un papel breve pero nada irrelevante: el de la abogada defensora de Zain, quien quiere denunciar a su padres por haber permitido que naciera. La directora de erige de este modo como justiciera que muestra a los asistentes a este casi anuncio de ONG alargado (la moralidad, o falta de ella, del uso estético de los ralentíes y la banda sonora darían para un estudio a parte) la falta de los derechos de, sobre todo, los más pequeños y las mujeres (cuestión ésta última que ya protagonizaba sus cintas anteriores), encarnados además por actores en su mayoría no profesionales, que recrean situaciones con semejanzas a sus vidas reales. Sin embargo, el naturalismo queda anulado a través de un montaje artificioso que, especialmente en los momentos de tensión, pierde el control con una planificación caótica, en la que la realizadora confunde angustia con desorden y gritos, todo ello subrayando con trazo grueso sus propios mensajes comprometidos. Un impostado conjunto en el que solo destaca la naturalidad del pequeño de un año Boluwatife Treasure Bankole (culpable, seguramente, de muchos de los premios del público que está ganando el filme), que nos regala los auténticos momentos de espontaneidad casi milagrosa que posee la cinta.
Sí, es obvio que Labaki quiere alejarse de la ligereza de sus inicios, pero, en su afán, se encuentra con una gesta que le viene evidentemente grande, derivando, irónicamente, incluso en momentos que parecen paródicos, involuntariamente cómicos. Su desesperada determinación por emocionar consigue el efecto contrario: que el visionado de Cafarnaúm nos deje indiferentes ante las miserias reales de esas personas por las que se transmite más paternalismo que compasión.