Cuando se anunció en 2014 la clausura temporal del Studio Ghibli, uno de los nombres hacia los que giró la atención en el campo del anime fue el de Mamoru Hosoda, que hizo historia en el Festival de San Sebastián cuando El niño y la bestia (2015) se convirtió en el primer largometraje de animación presente en la Sección Oficial del certamen, mientras que su trabajo inmediatamente posterior, Mirai, mi hermana pequeña, participó en la última Quincena de los Realizadores de Cannes. Hosoda se mantiene fiel en cada nueva película a sus constantes temáticas, especialmente la del paso del tiempo, y los cambios que esto produce, a veces imperceptibles, pero que desembocan en consecuencias radicales. En Mirai confluye esta idea con otro de los fetiches del cineasta, el de la configuración de la familia, en este caso a partir de la llegada de un bebé, y cómo éste trastoca la vida de toda los miembros, especialmente la del hermano mayor, Kun, un niño todavía muy pequeño como para entender que la atención se centre ahora en su hermana. La manera de Kun de enfrentarse a esta nueva situación será lo que marque la narración de una historia completamente universal.
Como nos contó el propio director cuando le entrevistamos en San Sebastián, «normalmente pensamos que solamente son los hijos los que crecen, pero creo que los padres pueden crecer también criando a sus hijos». Hosoda toma la cuestión familiar fundamental dentro de la historia del cine japonés, y la lleva a su terreno a través de una nueva demostración de su maestría para el costumbrismo, gracias a su detallismo a la hora de presentar elementos cotidianos. Dentro de esta dinámica destaca además, como decíamos al principio, su manera particular de representar el tiempo: de manera lineal mediante secuencias de montaje que muestran la complejidad del día a día sobre todo de los progenitores (la conciliación laboral, la estabilidad de la pareja…), pero también su gratificante evolución, y, como ya ocurría en La chica que saltaba a través del tiempo (2006), cambiando a un bucle lapso-espacial en la parte imaginativa.
Y es que otro elemento que caracteriza la filmografía de Hosoda es la integración, dentro de esos ambientes tan realistas de los que hablábamos, de elementos fantásticos, los cuales, sin embargo, en Mirai no acaban de encajar de manera tan fluída como en trabajos anteriores, al menos al comienzo. Intentando escapar de unas circunstancias que le superan, Kun se va a ir estableciendo conexiones con su hermana ya adolescente, su madre de niña, una personificación de su perro y su bisabuelo, enseñándole cada uno de ellos una lección que aplicar en su existencia. El propio Hosoda homenajea en uno de estos encuentros su obra cumbre, Wolf Children (2012) en una escena de transformación zoomorfa, sirviendo como una especie de disculpa por no llevar la evolución de la trama al mismo nivel de delicadeza que aquella. Sin embargo, pese a esta irregularidad, según avanza el relato nos encontraremos con momentos muy inspirados, como el de la estación en Tokio, que parece casi una revisitación del cine de Wes Anderson.
De apariencia ligera e incluso un poco simple, Mirai esconde sin embargo en su interior un profundo estudio sobre la importancia del pasado y el futuro en la configuración de nuestro yo actual, desembocando en ese proceso de madurez que tiene lugar durante la niñez y la adolescencia, tan obligatorio como necesario. Es por esta complejidad que quizás el público adecuado del filme no sea tanto el infantil, ya que, a ciertos niveles, nos encontramos ante la obra más adulta y reflexiva de Hosoda.