Con todo el reconocimiento generado gracias a sus dos primeros largometrajes, Todos vos sodes capitáns (2009) y Mimosas (2016), especialmente los premios obtenidos en el Festival de Cannes, el cineasta español Oliver Laxe abandona su exilio voluntario en Marruecos para regresar a su tierra de origen (que no natal, ya que vino al mundo en París) en Lo que arde, su tercera película, de nuevo premiada en La Croisette dentro de la sección Un certain regard. El filme se desarrolla a través de la vida cotidiana de los habitantes de una región de Galicia, concretamente en la zona de Lugo, y de su relación con el entorno, que recuerda a la manera en la que Lois Patiño representó en Costa da morte (2013) el concepto estético y filosófico de lo sublime con respecto a la fuerza de la naturaleza en general, pero en esto caso también de la naturaleza interna de cada uno en concreto; es decir, de aquello que, de forma intrínseca, nos arrastra a la destrucción sin poder evitarlo.
Amador es un lugareño que acaba de salir de la cárcel tras ser condenado por piromanía. Regresa a su pueblo donde algunos intentan comprenderle e incluso integrarle, mientras que otros, en el ambiente rural en el que viven, le ven como un monstruo. Desde el comienzo de la película (todo lo que podría entenderse como el prólogo es un magistral y espectral estudio de la lucha entre el hombre y la tierra), la ejemplar fotografía de Mauro Herce le aporta al conjunto un aire casi de ensoñación. Poco a poco, la poética de este pseudo-documental en el que los protagonistas se interpretan a sí mismos, difuminando las fronteras de género y centrándose en lo esencial (es decir, el nexo que une a todos los seres vivos), se irá volviendo más costumbrista y localista, especialmente al centrar la atención en el personaje de la madre ya anciana de Amador. Éste, junto a ella, opta en su vuelta la «normalidad» (si es que eso es posible), por una vida ascética con la que buscará librarse de sus deseos ocultos.
Volviendo a la fotografía, que merece por sí sola gran parte de la atención del filme, Herce de nuevo consigue austeros planos interiores vermeerianos, como ya hizo en Arraianos (2012) de Eloy Enciso, mientras que los exteriores captan la belleza de las diferentes épocas del año en cada uno de sus aspectos y en los cambios de luz que refleja un paisaje plagado de árboles y montañas. No es casualidad que sea Vivaldi, precursor de la música programática evocando elementos naturales en Las cuatro estaciones, el elegido por Laxe para enmarcar los intensos momentos musicales, en este caso con una parte del motete Nisi Dominus, Cum Dederit, relacionada esta pieza con el trasfondo espiritual que envuelve todo el relato.
Y cuando el tiempo da paso a una aparente armonía en la que todo parece empezar a encajar, la fragilidad de esta apacibilidad se pone de manifiesto con la llegada de nuevo del fuego, tan hermoso y enérgico como destructor. Laxe golpea así en lo más profundo de nuestra conciencia con una fábula que se mueve entre dos ideas, la del arraigo y a la vez el desgarro de una existencia sin perspectivas de futuro.
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