Hace tiempo ya que una vertiente del cine de pandemias que desembocan en futuros postapocalípticos se aleja del carácter comercial para dar lugar a obras de autor intimistas y de corte indie. Esa es exactamente la línea que el actor Casey Affleck sigue en La luz de mi vida, su segunda incursión en la dirección tras el polémico (falso) documental I’m still here (2010). Lo que Affleck nos presenta es una digna heredera de la Hijos de los hombres (2006) de Alfonso Cuarón, en su misma manera de aportar realismo a la ciencia ficción, poniendo en primer plano una de las relaciones paterno-filiales más hermosas que hemos visto en la gran pantalla. Un vínculo al margen de la sociedad que puede recordar en su comienzo al de Captain Fantastic (2016), pero que en este caso no es por elección propia, sino por obligación dentro de una situación extrema que tiene un alegato feminista como telón de fondo.
Una enfermedad a nivel mundial que solo afecta a las mujeres ha acabado con casi toda la población femenina. Las consecuencias de ello no desembocarán en una distopía de zombies, robots o extraterrestres, sino solamente en la aparición de los instintos más primarios de los seres humanos (hombres, concretamente), lo cual es mucho más temible. Especialmente para las pocas mujeres inmunes al virus, como Rag, cuyo padre lleva 11 años ocultando su género y huyendo de lugar en lugar para protegerla de ese páramo masculino en el que se ha transformado la sociedad. Lo que ya era complicado de por sí, lo será más con la entrada de la joven en la pre-adolescencia, empezando a cuestionarse el tipo de vida que se han visto forzados a llevar.
Affleck ejerce correcta y sobriamente de director, guionista y co-protagonista de un relato en el que es en el último ámbito en el que de nuevo más se luce. Tras ofrecernos una de las interpretaciones más inolvidables de esta década en Manchester frente al mar (2016, por la que obtuvo el Oscar), aquí vuelve a brindarnos un trabajo emocionante y contenido que no hace más que confirmarle como uno de los mejores actores de su generación. Su interactuación con la joven y (nunca mejor dicho) luminosa Anna Pniowsky es lo más interesante del filme, gracias a los largos diálogos entre ambos, que parecen casi improvisados, y que aportan algo de esperanza al pesimismo generalizado.
Efectivamente, La luz de mi vida hace gala y se recrea en la típica ambientación grisácea y lluviosa de este tipo de historias, potenciada por la banda sonora de un muy reconocible Daniel Hart, a veces quizás demasiado descriptiva, pero sin duda envolvente. La narración avanza entre la ternura y la circunspección, introduciendo prudentes flashbacks, hasta llegar a la tensional parte final, cuya violencia contrasta con la contención anterior. Todo funciona en una película cuyo principal obstáculo es la falta de originalidad: recuerda a demasiado a otros trabajos similares, y a primera vista ofrece poco por lo que se pueda destacar entre ellos. Sin embargo, las noticias diarias sobre crímenes machistas nos instan a no menospreciar la importancia de un mensaje que, como indicábamos al principio, homenajea la fuerza de las mujeres y expone la imposibilidad de mantener un mundo estable sin ellas.