Que la cita anual con Woody Allen en 2020 haya inaugurado el Festival de San Sebastián antes de pasar por salas comerciales cuando la acción de la película se desarrolla precisamente durante el propio Zinemaldia, era algo tan inevitable como, finalmente, evocativo y acompañado de una sensación de melancolía, precisamente por tratarse de una edición tan excepcional y limitada debido a las restricciones generadas por el COVID. Es por ello que quizás el filme despierte más cariño por las circunstancias que lo rodean que por sus propios méritos: Rifkin’s Festival es de nuevo un ejemplo de la versión cada vez más ligera y desenfadada del maestro estadounidense, podríamos incluso decir que es la predominante en su filmografía en los últimos años (más bien de todo el nuevo siglo), como si la edad le estuviese dando una visión menos cínica y desencantada en lugar de pesarle. O quizás precisamente por ello, se ve en la necesidad de escapar de la cruda realidad a través del cine.
Acostumbrado el realizador a rodar en algunas de las ciudades más hermosas del mundo, San Sebastián se une a ellas con todo derecho. La ciudad vasca resplandece bajo la fotografía de Vittorio Storano, y cualquiera que la haya visitado se sentirá conmovido al ir reconociendo algunos de los más característicos rincones de la misma. Sin embargo, su intencionalidad de alejarse de la postal turística hace que en ocasiones quizás quede un poco desaprovechada. Es más, el propio Allen no parece del todo cómodo allí, aludiendo constantemente a la nostalgia de su completamente diferente pero siempre amada Nueva York, incomparable con ninguna otra urbe a ojos del director a través de su protagonista.
El Rifkin del título, al que da vida Wallace Shawn como el alter ego de Allen, es un escritor frustrado tanto en su profesión como en su matrimonio, que acompaña al certamen donostiarra a su esposa (Gina Gershon), una agente publicitaria que representa a un arrogante pero muy atractivo director (Louis Garrel); Rifkin vivirá diversas experiencias durante esas dos semanas de esplendor cinematográfico, gracias a las cuales descubrirá un nuevo rumbo y sentido para su vida. Nos encontramos ante un tipo de comedia romántica a la francesa en la que se suceden los juegos de celos e infidelidades (aunque sin un sentido trágico), tan típica del director que aporta más bien poco. Se disfruta, no obstante, viendo a todo el reparto en su versión más cómica, siendo muy llamativa la temperamental relación de Elena Anaya con su marido, un pintor (Sergi López), que casi parece un homenaje particular rememorando Vicky Cristina Barcelona (2008), aunque aquí la manera de mostrar los tópicos del carácter español es reiterativa y más desconcertante que divertida.
El festival sirve como telón de fondo para que Allen ponga en juego sus típica obsesiones, destacando por encima de todas su amor por el séptimo arte. Éste último es obvio desde el propio contexto, pero no tanto por su interés en el evento en sí, sino que queda mucho más en evidencia en la simpática recreación de secuencias de algunas de sus películas de cabecera, que van desde la nouvelle vague hasta Welles, Fellini, Buñuel o Bergman. En este sentido, la cinta se hermanaría con otras incursiones del autor en el cine dentro del cine, sobre todo La rosa púrpura del Cairo (1985), pero sin la imaginativa universalidad de aquella. Y es que en (muchas) ocasiones, Rifkin’s Festival parece un poco cerrada en sí misma, como un ameno ejercicio de auto-deleite para el propio director, que sobre todo podrán disfrutar los cinéfilos algo más versados, pero que puede dejar fuera a un público más amplio.