En A Ghost Story (2017), el estadounidense David Lowery nos mostraba la experiencia post mortem en la propia perspectiva de un fantasma como un limbo lacónico, solitario y tedioso. En 2018, la coreana Ghost Walk, de Yu Eun-Jeong, seguía esta idea en torno al transitar sin rumbo del espíritu de una joven que no llega al más allá. Si bien esas dos incursiones resultaban fallidas a la hora de configurar un relato cautivador, Lois Patiño, uno de los autores más reconocidos de nuestro país dentro de los circuitos menos comerciales, sí que acierta al acercarse a los parámetros más depurados del género de terror en su último trabajo, Lúa Vermella. Integrada dentro del Novo Cinema Galego, por su ambiente ruralista y su cuidada composición visual, la cinta desarrolla una historia mitológica sobre lunas poderosas, meigas, monstruos marinos y espectros errantes en una pequeña localidad costera de pescadores marcada por la despoblación y el envejecimiento. Patiño juega de nuevo, como hemos visto en ocasiones anteriores en su obra, con la estética de la ficción, el naturalismo del falso documental y la experimentación del videoarte en un equilibrio complejo pero muy correctamente ejecutado.
El realizador va presentando a los habitantes del pueblo, quienes poco a poco, a falta de alguien que les salve, se irán transformando inevitablemente en figuras fantasmales (con sábana incluida, como en la cinta de Lowery). Sus voces en off, como pensamientos más que diálogos, de inspiración malickiana, potencian un tono melancólico marcado también por la propia lengua gallega. Pero especialmente deslumbrante es la fotografía del propio Patiño (que también ejerce como guionista y montador, representando así la figura del artista total), volviendo a dar protagonismo a un paisaje tan grandioso como devastador. Pese a ello, nos encontramos con un filme más humanista de lo que cabría esperar tras visionar el primer largometraje del director, Costa da morte (2013), ya que más que la nimiedad de las personas frente al poder de la naturaleza, lo que se nos muestra ahora, acercando más la cámara a sus protagonistas, es la pesadumbre ante la imposibilidad de enfrentarse a ella. La belleza de la composición de sus planos combinando de manera ejemplar el estatismo de los individuos y la constante movilidad del mar, se complementa con un ritmo cadente y pausado que no será del gusto de todos.
Como suele ser habitual en los trabajos del realizador, cuando más interesante se vuelve Lúa Vermella es en su parte más abtracta, en la que apela aún más directamente a lo sensorial. Una experiencia de luces, agua y sonido hipnótica, que requiere visionado en pantalla grande (ya sea en el ámbito de una sala de cine o de un museo) para poder disfrutarlo en todo su esplendor. Es por ello que el último plano, más obvio y efectista, desentona con el resto de un filme críptico, onírico y misterioso, en el que lo más recomendable es sumergirse de lleno sin prejuicios.